Desde mucho antes de que se inventara la tinta y el papel, los niños se apoderaron de los cuentos sencillos de la tradición oral, no sólo porque les fascinaba su forma y contenido, que eran como el haz y el envés de una hoja, sino también como una forma de defenderse de los adultos que los ignoraban como a personas, con derecho a contar con una literatura accesible a su nivel lingüístico e intelectual. Así, durante siglos, los niños alimentaron su fantasía con los cuentos de la tradición oral, que se transmitían de generación en generación, improvisando detalles que surgían de manera espontánea según las circunstancias.
A la pregunta: ¿Qué libros prefieren los niños? La respuesta es única y concluyente: los libros que mejor se ajustan a su experiencia existencial y su pensamiento mágico. El libro para niños, sin dejar de ser tierno ni poético, puede abordar un tema realista, pero ofreciendo un margen para la fantasía y sus vuelos. Ahí tenemos el caso de
Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, cuyo tema seduce a los lectores de todas las edades. Si a los adultos les gusta por la calidad de su estilo, por el manejo del idioma y por su poesía, a los niños les encanta el poeta y su borriquillo, en gran medida, debido a que el libro no ha sido escrito exclusivamente para ellos. Si alguien pregunta: ¿Por qué les gusta
Platero y yo? La respuesta es siempre la misma: porque Juan Ramón Jiménez les habla de un borrico “pequeño, peludo, suave; tan blanco por fuera, que diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. El mismo poeta, en una nota de introducción escrita para la edición de 1914, anotó la siguiente advertencia: “Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para…¡Qué sé yo para quién!… Para quién escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien!” (Jiménez, J-R., 1981, p. 13).
El escritor español sabía que los buenos cuentos son buenos tanto para los adultos como para los niños. El libro infantil, en el mejor sentido de la palabra, no tiene por qué pecar de ese absurdo infantilismo que lo convierte en un objeto más detestado que apreciado por los lectores. Al contrario, su lectura debe producir placer, estimular el desarrollo lingüístico e impulsar el diálogo franco y abierto entre el niño y el adulto. Al proponer a los pequeños lectores la maravillosa aventura de escuchar o leer un cuento, al ponerlos en contacto por medio de la fantasía con individuos de otras nacionalidades y costumbres, se les está permitiendo acceder a un mundo fantástico por medio de las palabras e imágenes de los buenos libros de la literatura infantil.
Otro ejemplo de que el cuento bien contado no conoce edades ni condiciones sociales, es el escritor danés
Hans Christian Andersen, quien, en su libro autobiográfico, confiesa: “Para que el lector sepa a qué atenerse, yo había titulado mis primeros volúmenes
Cuentos para niños. Los había trascrito tal como se los había contado ya de viva voz a sus oyentes y lectores. Había podido comprobar que las más diferentes edades encontraban en ellos interés. Los más pequeños se divertían con lo accesorio; los mayores buscaban preferentemente la idea (...) Los cuentos agradaron pues a todos e incluso sedujeron a personas de posición, cosa que, según mi entender, debe ser el objetivo de todo narrador de nuestra época. Había hallado el camino para llegar a todos los corazones. Suprimí entonces la denominación de
Cuentos para niños y la reemplacé por el título de
Nuevos cuentos. Fueron acogidos con toda la benevolencia que era posible esperar, pero siempre temía que mi obra siguiente no respondiese a tan felices disposiciones” (Andersen, H-C., 1994, p. 114).
Estas reflexiones, enmarcadas en el contexto tratado, permiten comprender que la buena literatura infantil, que satisface los gustos y preferencias de todos los lectores, supera las edades, condiciones sociales y diferencias culturales.
En la actualidad, contrariamente a lo que muchos se imaginan, hay todavía quienes ponen en tela de juicio la existencia de una literatura infantil, como remontándose a épocas pretéritas, en las cuales se tenía el concepto de que el niño era un adulto en miniatura, y que los autores escribían para todos los hombres -niños y adultos-, sin considerar la infancia como un período especial en la vida del individuo.
Sin embargo, desde que el niño ha asumido el lugar que le corresponde en el contexto social y ha sido reconocido como tal, con derecho a ser respetado y protegido, se han modificado las relaciones padre-hijo, profesor-alumno, adulto-niño, del mismo modo como se ha modificado el concepto de que toda la literatura válida para los adultos lo era también para los niños.
Cuando los psicólogos, pedagogos y lingüistas, demostraron que el niño se diferencia del adulto en varios aspectos, los escritores y doctores de la literatura no tuvieron otra alternativa que aceptar la idea de crear una literatura infantil, que sustituya a los mamotretos que antes se leían en las recámaras y los centros educativos.
Para que la literatura infantil guste y funcione como tal es necesario que esté anclada en el lenguaje y la fantasía infantil, y que el escritor que quiera acercarse a los niños por el camino del arte debe interiorizarse en el desarrollo emocional de éstos, con el fin de no incurrir en el error de hacer una mala literatura a nombre de “Literatura Infantil”.
Si se parte del criterio de que el pensamiento y lenguaje del niño son diferentes a los del adulto, entonces es lógico que el escritor se esfuerce por entender al niño, informándose cómo éste interpreta y experimenta su mundo cognoscitivo. Asimismo, requiere tener una honda sensibilidad, una predisposición para aprender de los niños y una capacidad para comprender que todo lo que es cierto para el adulto no lo es necesariamente para el niño.
A pesar de estas premisas, los detractores de la literatura infantil, dispuestos a desmerecer los méritos de los libros contemporáneos escritos para los niños, echan mano a los clásicos de la literatura universal, a quienes los presentan como paradigmas de la gran literatura de todos los tiempos, y olvidan que las obras que en otras épocas se leían desde la cuna hasta la tumba, en la actualidad son sustituidas por literatura contemporánea que es el tipo de literatura que esperan los jóvenes de hoy.
Una de las peculiaridades de la literatura infantil del siglo XX, creada al margen de las ideologías dominantes y los conceptos imperantes de la pedagogía, está en su riqueza de fabulación, sin apartarse de la realidad cognoscitiva, el desarrollo lingüístico y emocional del niño. Es decir, la literatura infantil moderna ha dejado de ser un instrumento didáctico de adoctrinamiento para convertirse en un medio a través del cual el niño tiene todo el derecho a la fantasía y recreación lúdica.
Otro aspecto digno de ser mencionado es el manejo del lenguaje coloquial de los niños en la literatura infantil moderna. Si antiguamente los críticos no aceptaban los libros escritos en el código lingüístico del vulgo popular, considerando que el único lenguaje correcto era el usado por las clases dominantes o las “familias cultas”, en la actualidad, la mayoría de los escritores, forzando las barreras idiomáticas y los sociolectos, escriben libros que recrean el lenguaje infantil, conscientes de que la fuerza de la fascinación de la literatura está en el contexto cognoscitivo, emocional y lingüístico; más todavía, hay quienes, conociendo las preferencias de los niños por ciertos libros, utilizan el lenguaje coloquial como válvula de escape para ventilar las emociones y pensamientos del lector.
A estas alturas del desarrollo histórico no se debe confundir la verdadera literatura infantil con los libros de texto que, en lugar de invitar a los niños a soñar a merced de su fantasía, los invita a dormir y odiar la lectura. En ciertas escuelas, donde los métodos pedagógicos son más negativos que positivos en el proceso educativo, se impone todavía la lectura de los libros de texto, argumentando que la lectura de los libros infantiles es una “pérdida de tiempo”, y no un medio que, además de enriquecer el vocabulario y estimular la sensibilidad estética de los niños, es la cuna del surgimiento del goce literario y un poderoso instrumento de comunicación.
No es casual que las instituciones escolares, aparte de estimular en sus aulas el aprendizaje mecánico y la concurrencia, hacen de los alumnos pésimos lectores, debido a que algunos profesores insisten machaconamente en que la única literatura positiva para el alumno es la que le proporciona conocimientos científicos y normas de conducta moral, aun sabiendo que: “Las obras literarias puramente instructivas les disgustan; suelen ser rechazadas y difícilmente cumplen su fin; cuando ello sucede es bajo una tenaz presión. Los libros educativos también suelen llevarnos fácilmente al equívoco porque los niños perciben de inmediato que las historias contadas en estos libros no tienen ningún aire de realidad y que quienes las recomiendan se guardan muy bien de no leerlas nunca, porque ellas son fabricadas especialmente para ‘educarlos’. ¿Cuáles son, entonces, las lecturas verdaderamente provechosas para los niños? Sin duda las de distracción y placer y aunque las anteriores se conservan para la preparación de los niños, a las últimas es necesario darles un lugar importante porque son las que verdaderamente responden a las necesidades del niño, y ejercen, o pueden ejercer, una influencia muy feliz en el desarrollo de su psique” (Sosa, J., 1944, p. 36).
Por suerte, Algunos profesores, siguiendo sus instintos de educadores profesionales, se dedican a estimular la fantasía de los niños a través de la lectura de los cuentos populares, casi siempre contraviniendo los dictados del Ministerio de Educación. Tampoco es extraño que una educadora del parvulario, desoyendo las críticas contra su sistema de enseñanza, manifieste que para ella es más importante desarrollar actividades que contribuyen a la evolución emocional e intelectual de los niños a partir de los juegos y los cuentos populares, que dedicarle todo el tiempo al entrenamiento de la lectura, la escritura o la pronunciación, ya que las actividades recreativas, consideradas por algunos como “pérdidas de tiempo”, son la mejor manera de ayudar a desarrollar la creatividad y la fantasía de los niños que, al menos en la etapa preescolar, es más importante que el proceso de aprendizaje de la lectura y la escritura inicial.