Publicado parcialmente en Suplemento Fondo Negro de "La Prensa" 1/2/2009
Encontré El Expreso Polar de Chris Van Allsburg veinte años atrás cuando trabajaba de voluntaria en la biblioteca de un colegio americano, donde aprendí a codificar los libros bajo el sistema Dewey, donde conocí a muchos de los autores de literatura infantil inglesa y norteamericana, y donde supe de los premios Newberry y Caldecott a los libros de literatura infantil. La medalla Caldecott otorgada precisamente a El Expreso Polar por el trabajo de ilustración.
Desde que llegó a la biblioteca, El Expreso Polar se había convertido en la escuela en un clásico de Navidad que, personalmente, me parecía demasiado americano. Recuerdo aquella fotografía de un jugador de baseball y el típico banderín del equipo colgado en la habitación del protagonista que se hallan en la primera ilustración del libro, y el famoso Papanoel, que según mis padres había transformado la Navidad católica del nacimiento y los reyes en una Navidad netamente comercial. Recorrí las páginas de aquel libro con esa experiencia en mi mente y sin ninguna expectativa literaria hasta que, sin darme cuenta, el libro me había atrapado.
Me parecía estar ante esa literatura de antes, como el Robinson Crusoe o La Isla del Tesoro, donde no había diferencia entre lo que leían los adultos y los niños. Eran esos libros que chicos y grandes compartían por igual, de la misma manera que se puede compartir El Expreso Polar porque, como diría Michel Tournier, su autor tiene las características de los escritores de esa época: “tiene genio, escribe tan bien, tan límpidamente, tan brevemente que todo el mundo puede leerlo, incluso los niños” Y esta historia, como mucha de la buena literatura, no tiene un destinatario preciso.
En el discurso de agradecimiento por la medalla Caldecott, otorgada en 1986, Allsburg comentó que la historia surgió cuando una noche un niño ve a un tren pararse en la puerta de su casa. “El niño y yo tomamos diferentes viajes en ese tren, pero en realidad no íbamos a ningún lado. Entonces, puse el tren rumbo al norte. Me parecía que esta vez había tomado el rumbo correcto” . Parada ante la puerta de su casa, la locomotora de principios del siglo XIX, con varios vagones enganchados, espera que el niño aborde el tren. La imagen lo expresa a cabalidad. Es un tren idéntico a aquellos juguetes por los que los niños se volvían locos en el siglo pasado. Trenes eléctricos con locomotoras a vapor seguidos de una docena de vagones con luces interiores que formaban parte de gigantescas maquetas. Trabajo de relojero eran las maquetas armadas por la familia entera. En ellas el tren daba interminables vueltas alrededor de una mesa, donde bollos de papel pintados hacían de montañas y ladrillos de madera formaban puentes a través de aquellas casitas a escala con luces interiores a modo de ciudad nocturna. Hoy las locomotoras a vapor yacen en los cementerios de las estaciones de ferrocarril y los trenes eléctricos se han convertido en objetos de colección o han sido sustituidos por modernos juegos tecnológicos que se llevan en el bolsillo y que, lamentablemente, no se pueden jugar en familia.
El tren fantástico parte de la casa del niño con rumbo al Polo Norte. Nuestro protagonista entra en aquel acogedor vagón donde otros niños y niñas en pijamas y camisones, casi de la misma edad que él, juegan y conversan sin cesar. Es un lugar cálido que permite olvidar el frío y la nevada de la nochebuena, donde los cocineros sirven dulces y chocolate caliente con entusiasmo. La ilustración vive el momento usando tonos cálidos, como los rojos y ocres, que destacan la intensa iluminación del vagón que se refleja en los rostros risueños de los pequeños. El libro comienza a ejercer ese poder, tal como afirma Jauss , de suspender el tiempo real y permitirle al lector abstraerse del entorno para participar en esta aventura singular en la que el lector se va apropiando de las peripecias del cuento, que lo alejan de los conflictos cotidianos.
De pronto, la calidez del vagón se desvanece y permanece a la distancia en las pequeñas ventanas iluminadas de los vagones que recorren el bosque. El lector ha salido del tren para explorar otro entorno: la realidad que queda afuera. Fría y solitaria observa el paso del tren fantástico, el tren de los sueños y de la esperanza. Es un paseo maravilloso que se ve a través de las extraordinarias ilustraciones del mismo autor, todas en un paisaje siempre nocturno de tonalidades frías, grises y blancas, que dan la sensación de vacío y silencio. Se trata de un escenario contrario a la calidez del tren de pasajeros, donde los niños conversan y juegan, donde están felices porque se sienten protegidos. Buscan la protección frente a la noche, frente al silencio, frente a la soledad.
La locomotora va a comenzar su camino ascendente. Las luces de la ciudad quedan atrás y el tren del sueño inicia su viaje ilusorio. Cruza el bosque de pinos donde se percibe la presencia de los lobos que marcan el límite entre el bosque y lo habitado. Forman parte del abismo entre el Polo Norte y la ciudad que se aleja, podría pensarse que estos animales establecen la división del espacio, la incertidumbre de lo real, de la vida donde no todo es maravilloso, donde puede haber conejos blancos tanto como lobos acechando los sueños.
El tren trepa las blancas montañas y cruza puentes interminables mientras los copos de nieve no cesan de caer. El lector lee al paso del tren y recorre las líneas de una ficción capaz de comunicar a través de la experiencia, sobre todo estética, que emerge de la magia de las ilustraciones en ese entorno gris que se mece entre la vigilia y el sueño profundo.
El tren continúa su marcha a través de escenarios que recuerdan el cuento de La Reina de las Nieves . Si el lector pegara la nariz a la ventanilla del vagón saldría del acogedor chocolate caliente para encontrarse afuera con Gerda, corriendo descalza a través de la nieve perseguida por los copos que caen sobre el tren y que pronto se convertirán en regimientos que avanzan y agrandan su tamaño al mismo tiempo que adoptan distintas formas de animales. O de pronto, verá a Miyax, la protagonista de Julie y los lobos , sola en el Ártico observando a los lobos a la distancia e intentando aprender a convivir con ellos para salvarse. Sólo, en ese paisaje blanco y silencioso, sentiría cómo los vientos atraviesan la vertiente norte de Alaska en todas direcciones y vería a Miyax, y la vida misma de su cuerpo, su chispa y su calor, que dependían de estos lobos para sobrevivir. El tren sigue su viaje rítmico atravesando montañas nevadas hasta que pequeñas luces anuncian que el Polo Norte está cerca.
“El Polo Norte es una inmensa ciudad que yace sola en la cumbre del mundo”, nos dice el relato. Allí vive el famoso hombre de rojo, símbolo de la Navidad occidental en muchos países que con miles de pequeños duendes trabaja durante todo el año para hacer los juguetes de los niños. Nuevamente lo acogedor. El color rojo de las casas y los duendes, y los rayos del sol se abren paso poco a poco a través de las tonalidades grises que van quedando atrás. Con una vista a vuelo de pájaro, el lector distingue la gran plaza de la ciudad con multitud de duendes alegres y saltarines, todos con sus gorros rojos. Y Papanoel, el hombre de rojo, aparece inmenso, enorme, en el centro de la plaza. El lector situado en el punto de vista del protagonista lo ve desde la altura de un niño pequeño que lo observa desde un lugar insignificante detrás del escenario.
De pronto, aquel señor de rojo ha apuntado con el dedo y lo ha escogido entre sus compañeros. Podía haber escogido a cualquier otro niño, pero lo ha señalado a él. Esta noche alcanzará lo verdadero, diría Jorge Larrosa, porque se ha sabido como alguien singular e irrepetible Él sabe que puede obtener cualquier regalo, el que quiera; sin embargo, pide algo muy sencillo: un cascabel. Extraño regalo, pero el cascabel tiene un sonido delicado, fino, difícil de escuchar si no se presta una especial atención. Por eso se le cuelga al gato sigiloso, para saber por donde anda, y se coloca en los atuendos de los bailarines para que marque en su mente, de manera sutil, el ritmo de la música.
El cascabel se pierde, se ha deslizado por el agujero del bolsillo del salto de cama. La tristeza invade al niño que hasta hace unos minutos había sido el poseedor del primer regalo de aquella Navidad. No está más, aunque lo busque insistentemente y vuelva a meter la mano en aquel bolsillo una y mil veces ante las caras de asombro de sus compañeros de viaje, no está más.
El cascabel había desaparecido aquella noche, nos cuenta el narrador de esta historia que es el mismo protagonista, ya adulto, que haciendo uso de la primera persona nos ha llevado de viaje hasta el Polo Norte recordando su infancia, allá por los años 40. El niño vuelve a casa. Nadie lo ha visto ni ha sido testigo de su desaparición. ¿Realmente subió al Expreso Polar? ¿Llegó al Polo Norte y vio a Papanoel? El cascabel sería la prueba de una noche real, pero ya no está más.
Todo parecía un sueño hasta que a la mañana siguiente, después de abrir todos los regalos, uno muy pequeño había pasado inadvertido debajo del árbol. En una ilustración creada con una visión a la altura de los mismos niños, Sarah descubre que ese regalo era para su hermano. Un regalo distinto que al moverlo desprendía un sonido especial. La última página del libro abandona la evocación de la infancia en el momento en que el niño abre su regalo aquella mañana de Navidad. El narrador vuelve al presente en un salto temporal que va del recuerdo a la realidad, y que concluye en lo que es el verdadero espíritu de la Navidad de los que hasta hoy pueden escuchar el sonido de los cascabeles del trineo de Papanoel.
El Expreso Polar propone una reflexión desde lo imposible, desde lo imaginario. Es el tipo de literatura que Peter Handke denominaría “la literatura que hace al hombre cambiar” , porque sin renunciar al mundo y a la vida de los hombres (la Navidad, un viaje en tren), cuestiona lo convencional, lo posible, y se pone en el límite entre el sueño y la realidad. Es una literatura que hace al lector pensar, un libro escrito con la cabeza y con el corazón, lleno de intensidad, y, como dice María Teresa Andruetto, “un libro que logra conmovernos, en el que mundo y arte están juntos”.
Con un lenguaje sencillo y concreto, con unas ilustraciones claras, realistas y muy expresivas, Allsburg nos cuenta una historia redonda y al mismo tiempo abierta al final inesperado. Rompe el esquema del libro pedagógico, de una didáctica inmersa dentro de la literatura que se siente dueña del futuro y constructora del mundo a partir de lo posible, de lo convencional , primero porque es un libro para todos, y además, porque no lleva un mensaje moral ni quiere darle una lección al niño lector. Al contrario, es un libro que busca el deleite de todo público.
Es un relato en el que el lector puede ver más allá de lo que realmente está viendo y leyendo. Como dijo el mismo autor “Pensé que estaba escribiendo acerca de un viaje en tren, pero el cuento va más allá, es un relato acerca de la fe y del deseo de creer en algo” . Hoy pienso que El Expreso Polar podía haber sido la historia de un tren que visite a Papanoel en el Polo Norte o de un tren que encuentre a los reyes magos en el desierto, lo cierto es que en cualquiera de los casos lo importante es seguir escuchando el sonido de la Navidad.
El Expreso Polar
Chris Van Allsburg
Houghton Mifflin Company
Boston, 1985
BIBLIOGRAFÍA
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El Expreso Polar. Houghton Mifflin Company. Boston, 1985.
Allsburg, Chris Van
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http://www.houghtonmifflinbooks.com/features/thepolarexpress/polarcaldecott.shtml
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