En torno a los problemas ideológicos
de Tintín en el Congo
Joel Franz Rosell
escritor cubano radicado en París
Todo lector percibe una obra desde su perspectiva personal, social e histórica. Pero en vez de condenarlos, el crítico interpreta y contextualiza posibilitando entender como humor, costumbrismo, exotismo y aventura pueden convertirse en prejuicio, burla, superioridad y mala propaganda.
(Tintín en el Congo)
Tintín en el Congo arrastra resabios racistas y colonialistas en sus tres versiones: la del suplemento infantil del diario Le XX Siècle (1930-31), el libro en blanco y negro, impreso por el propio diario (1937) y la versión corregida, reformateada y redibujada en color (1946) que se comercializa hasta hoy.
Las primeras viñetas aparecen en junio de 1930, año en que el término “racismo”, inventado en 1894 por Gaston Méry, ingresa oficialmente en la lengua francesa. Faltan 15 años para que la Segunda Guerra Mundial termine con la victoria de los valores democráticos que desencadenan, otros 15 años después, el fin del coloniaje en África.
George Rémy, que con 17 años invirtió sus iniciales y con su sonido en francés creó su pseudónimo Hergé, comienza su segunda obra con 23 años. Su jefe en el periódico católico y nacionalista donde trabaja, le impone el escenario de esta aventura, contrariando los deseos del autor, que deberá esperar a septiembre de 1931 para comenzar Tintín en América; un álbum donde la autonomía al fin alcanzada por Hergé se refleja en mejores trama y dibujo, en una abierta simpatía por los « pieles rojas » y en crítica clara del capitalismo expoliador estadounidense.
En los años 1930, el Estado belga estaba empeñado en enrolar sus “fuerzas vivas” en la explotación de la colonia heredada en 1908 de su rey Leopoldo II. Lo que se llamara sucesivamente Congo Belga, Congo-Kinshasa, Congo-Leopolville, República Democrática del Congo y Zaire, antes de recuperar la precedente denominación en 1997, nunca fue colonia portuguesa ni tiene que ver con Angola, como indicara en un lapsus mi colega Víctor Montoya.
Tintín en el Congo no solo propagandiza la colonización del vasto país africano, sino a su propio protagonista. Tintín resulta inexplicadamente célebre entre cuantos aparecen en el álbum: negros y blancos, amigos o enemigos, y todas las anécdotas -las mejores y las peores, las que menoscaban a los congoleños y las que no- pretenden demostrar cuán genial es. Tal actitud se explica fuera del texto, en el fulminante éxito de la primera aventura, terminada poco antes. Hergé no repetirá el error, aunque tardará aún en tomar la distancia irónica que, paulatinamente, lo separa de sus personajes y de su creación en general.
Tercer mundo a primera vista
Los representantes del Tercer Mundo parecen asomar en las páginas de Hergé solo para ser salvados, defendidos e incluso instruidos por Tintín. Pero también pueden mostrarse decididos y activos: El loto azul rinde homenaje a la resistencia china al invasor japonés, Tintín en el Tíbet revela un sherpa tan corajudo y resuelto como Tintín y el capitán Haddock, y El templo del sol debe mucho a la abnegación y astucia del indito Zorrino.
Si los personajes del “Sur” brillan poco en las Aventuras de Tintín, es porque los protagonistas: Tintín, Milú, Haddock, Tornasol, Hernández y Fernández... son europeos como Hergé y, sobre todo, como los lectores de la serie. Aunque menos recurrentes, también integran la familia el chino Tchang, el portugués Oliveira da Figueira, el latinoamericano Alkázar y el niño árabe Abdalá. No son exactamente héroes, pero tampoco lo son Néstor, la Castafiore o el insoportable Serafín Lampión.
En un género tan codificado como la historieta, los personajes secundarios han de subordinarse al “star system” y es lógico que los protagónicos dominen acción y simpatías. Gags, situaciones dramáticas y demás episodios respaldan la función que cumple cada personaje en el conjunto de la serie: Abdalá y Lampión están ahí para enfurecer al capitán Haddock, y no para representar a un árabe y un europeo, respectivamente. Pero es incuestionable que Alkázar y el jeque Ben Kalish Ezab también representan un tipo de poder corrupto y brutal que Hergé asociaba al Tercer Mundo.
Se reprocha a Tintín en el Congo los ojos saltones, los labios abultados y la piel retinta de sus africanos. En los años 30 todo el mundo dibujaba a los negros así; basta con ver los dibujos animados norteamericanos o la prensa gráfica latinoamericana de entonces. Posteriormente, Hergé dibujará africanos mejor delineados y expresivos, y renunciará al negro de tinta, tan eficaz cuando creaba y reproducía sus historietas en blanco y negro. En todo caso, deformación y estereotipo son recursos típicos del humor y caracterizan a todos los personajes de Hergé: Haddock tiene los ojos vacíos, la Castafiore tiene la nariz prominente, Tornasol carece de cuello, y Hernández y Fernández no son otra cosa que un bigote y una narizota.
Nótese que cuando Hergé se documenta o, mejor aún, frecuenta a un nativo del país recreado, los estereotipos disminuyen e incluso desaparecen. Véase Tintín en América, Tintín en el Tibet y, sobre todo, El loto azul, donde contó con la colaboración del artista chino Chang Chong-yen.
Paradójico es El templo del sol. Hergé se documentó tanto que cuando su salud le impidió entregar a la revista “Tintín” las esperadas viñetas, en su lugar aparecieron una notas informativas tituladas “¿Quiénes eran los Incas?” que firma el propio Tintín (única muestra directa de su trabajo como reportero, pueden apreciarse en la edición facsimilar de la versión revista). Pero Hergé escandaliza a sus lectores latinoamericanos al pretender que los Incas desconocían los eclipses. No lo hace por ignorancia o falta de respeto hacia los precolombinos, sino como licencia poética para explotar una situación narrativa eficaz.
Limitaciones del héroe y del hombre
Nada tiene Tintín de Superman (invencible extraterrestre estrenado en 1938) o Indiana Jones (aventurero sensual y ambicioso filmado en 1980). El personaje creado por Hergé en 1929 no es el típico super-héroe blanco, musculoso e individualista. Pone su inteligencia y buen corazón (más que sus puños) invariablemente a disposición del que sufre: aborígenes expoliados por las compañías petroleras (Tintín en América), chinos apabullados por el imperialismo japonés (El loto azul) o musulmanes negros que se pretende esclavizar durante una peregrinación a la Meca (Stock de coke). Legalista, Tintín defiende a
(Tintín en el Congo)
un rey constitucional víctima del proyecto de Anschluss de ese Mussolini-Hitler que es Müstler (El cetro de Ottokar), pero también a déspotas como el jeque Ben Kalish Ezab (Tintín en el País del Oro Negro) y el ambiguo Alkázar (revolucionario triunfante en La oreja rota y víctima de un golpe de estado en Tintín y los Pícaros). Sus enemigos son traficantes (occidentales) de armas y drogas o estados dictatoriales como la balcánica Borduria (El asunto Tornasol) y el latinoamericano San Theodoros (La oreja rota).
Hergé fue hombre de su época: la Europa de comienzos del siglo XX: imbuída de su superioridad económica, militar, tecnológica y cultural, y más o menos racista y xenófoba. Como otros hombres y mujeres de su generación, Hergé fue aprendiendo a conocer y respetar al Otro, y un día reconoció : “En 1930 solo sabía de ese país lo que la gente decía por entonces: Los negros son niños grandes, afortunadamente nosotros estamos allí. Y dibujé a esos africanos a partir de tales criterios, en el puro espíritu parternalista que imperaba en Bélgica”.
Las polémicas en torno a Tintín en el Congo comienzan a fines de los cincuenta. La ideología de la descolonización lo hizo tan impopular que era difícil hallar ejemplares. Sin embargo, tras años sin reeditarse, la revista congoleña Zaire relanzó aquel testimonio de la estupidez etnocéntrica. Fue como si las propias víctimas indultasen al culpable. Pero en 2007 un ciudadano congoleño le intentó proceso por racismo y xenofobia, y una cadena de librerías británica decidió relegar la obra a la sección adultos, donde un público advertido no la tomaría al pie de la letra.
En un álbum tan poco realista, es posible que los pequeños africanos de hoy vean un mero escenario convencional. De mi propia infancia recuerdo mi total identificación con Tintín. Mi piel era bronceada como la de Zorrino, mi país estaba hostigado por una potencia extranjera como el de Chang y mi extracción social me acercaba a la gitanilla de Las joyas de la Castafiore, pero yo me fundía con el protagonista.
El problema no está en que los chicos lean libros con puntos de vistas que divergen de sus intereses de clase y comunidad, sino en que carezcan de libros que les muestren y hagan entrañable su propia identidad y aspiraciones. Latinoamérica, Asia y África van poseyendo literatura infantil; aunque todavía faltan libros en lenguas regionales, héroes, temas, ambientes y valores de las diversas culturas, y mejor acceso a la lectura de los más humildes, que son los más necesitados de construcción identitaria.
Por su parte, en Occidente abundan libros sin una pizca de racismo o xenofobia, autóctonos o procedentes de otras lenguas y culturas: en la misma estantería que Tintín en el Congo puede encontrarse Aya de Yupugon (Costa de Marfil), Persépolis (Irán) o Mafalda (Argentina).
Cuando existe esta diversidad de lecturas, los resabios de Tintín en el Congo se diluyen. Prohibirlo, sería darle la importancia que no merece; sencillamente porque es un libro mediocre, nacido de un encargo, corto en inspiración y mal servido por una trama, personajes y situaciones irrelevantes.