PRECURSORES DE LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL BOLIVIANA. ANTONIO DÍAZ VILLAMIL

En Bolivia no se tienen claros antecedentes históricos de cuándo surgió el primer libro de literatura infantil ni quién fue el primer escritor que se dedicó a cultivar este género literario, consciente de que era necesaria la creación de una literatura destinada exclusivamente a los niños y las niñas.


Sin embargo, si rastreamos algunos libros de principios del siglo XX, encontraremos algunas pautas que conducen hacia ciertos autores que, motivados por su labor de educadores, escribieron textos, tanto en verso como en prosa, destinados a los alumnos de las escuelas y los colegios, en un intento por apartarlos de los libros didácticos y acercarlos al puro placer estético de la recreación literaria.

Entre los pioneros de la literatura infantil y juvenil boliviana están Emilio Finot, quien publicó los dos volúmenes de su Antología boliviana para escuelas y colegios, en 1913, con textos que expresan su sensibilidad didáctica y estética, y su interés por explorar el mundo de los niños. Otro pionero es Ramón Fuentes Bonifaz, un poeta poco conocido en el ámbito literario, pero que escribió un libro didáctico para la enseñanza de la lectura y escritura inicial y una serie de poesías infantiles reunidas en su libro Literatura infantil. Ahí tenemos también a Benjamín Guzmán, quien, como todo profesor que se dedica con tesón a la educación primaria, escribió más de quince textos escolares, pequeñas piezas teatrales y el libro Poesías para el hogar y la escuela.

Estos escritores, con mayores o menores aciertos, constituyen los precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana, aunque sus obras, debido a factores extra literarios, no tuvieron la repercusión que se merecían. De todos modos, se atrevieron a desafiar las normas establecidas en una época en la que la literatura infantil tuvo una consideración escasa y peyorativa entre los maestros y padres de familia, ya que este tipo de literatura, en su opinión, no contribuía a la formación intelectual de los niños y que su lectura era una “perdida de tiempo”. 

Por suerte, los tiempos han cambiado y la concepción equívoca sobre la literatura infantil está definitivamente superada. Ahora, gracias a los avances en las ciencias humanas y el estudio integral de los niños, se sabe que la lectura de “pasatiempo”, a la que corresponde gran parte de la literatura infantil y juvenil, contribuye a la formación y creatividad del individuo; es más, se convierte en un goce espiritual y en un elemento potencial que estimula el hábito a la lectura, a diferencia de la literatura en la que predomina la intención didáctica y se caracteriza por una mínima dosis de creatividad, y en la que, por razones obvias, está ausente la fantasía.

Uno de los autores nacionales más destacados de principios del siglo pasado y que con mayor acierto dedicó una parte de su creación literaria a los niños y jóvenes  es, sin lugar a dudas, Antonio Díaz Villamil, cuyos libros, por decreto ministerial, se leen y estudian en escuelas y colegios, donde tienen una amplia recepción debido a su carácter patrimonial. Valga este espacio para hacer una sucinta presentación de la vida y obra de este hombre de letras que, acaso sin saberlo él mismo, pasó a ser uno de los principales precursores de la literatura infantil y juvenil boliviana.
 
Antonio Díaz Villamil nació en La Paz el 13 de junio de 1897 y falleció en la misma ciudad el 21 de mayo de 1948. Cuentista, novelista, dramaturgo, tradicionista, historiador y educador. A muy temprana edad quedó huérfano de padre y su infancia, algo triste, transcurrió amparada sólo por el cariño de su madre. Estudió la primaria en el Colegio San Calixto, donde aprendió a leer y escribir, y terminó la secundaria en el Colegio Nacional Ayacucho. Después prosiguió sus estudios en el Instituto Normal Superior de Maestros, de donde egresó, con excelentes calificaciones, como profesor de Historia y Geografía.

Se cuenta que desde pequeño mostró interés por los libros de aventuras, por el estudio de la historia universal y la investigación, hasta que en un libro, empolvado por el tiempo y el olvido, encontró su propia historia, que era la historia de su país. Desde entonces se enorgulleció de ser boliviano y empezó a escribir lo que le dictaba su corazón y su conciencia. Su obra, siempre expresiva y cuestionadora, revela el estilo literario de un autor con ansias de manifestar las angustias e inquietudes que le provocaban las tragedias que le tocó vivir al país desde su pasado histórico.

Participó en la Guerra del Chaco, en cuya zona de operaciones dirigió “La Trinchera”, el único medio de comunicación que distraía y estimulaba el valor de los soldados bolivianos. Trabajó en varias instituciones educativas, llegó a ser Director General de Instrucción Secundaria y desempeñó la función de vicepresidente del Consejo Nacional de Educación, fue fundador de la Sociedad Boliviana de Autores Teatrales y Director de la Escuela Nacional de Artes. Asistió como delegado al Primer Congreso Indigenista Interamericano, que se llevó a cabo en México, en 1940. Aunque viajó por Europa, becado por su labor educacional, jamás pensó abandonar Bolivia y buscar residencia en otro país. Lo que hace suponer que siempre se sintió un hombre de esta tierra a la que tanto amó a lo largo de su vida.

Como dramaturgo ha tenido una amplia resonancia, motivado por el interés de darnos a conocer algunos de los episodios dramáticos de nuestra historia. Ahí tenemos su primera obra teatral, La hoguera (1924), ambientada en la Guerra del Pacífico, que le valió el primer premio en el Concurso Nacional de Teatro, lo mismo que Plácido Yáñez (1945), que, además de haber sido muy aplaudida y comentada por la prensa, le hizo merecedor de un premio importante en La Paz. Sin embargo, una de sus obras más difundidas, que le procuró el reconocimiento del público en general, es la novela La niña de sus ojos (1948), cuyo tema, donde las virtudes y los vicios del mestizaje aparecen encarnados en su protagonista, conmueve los sentimientos más profundos del lector.

En enero de 1947 es designado por el Comité Pro IV Centenario de la fundación de La Paz como coordinador de las “Monografías de La Paz en su IV Centenario 1548 – 1948”, una gran obra que no llegó a verla publicada, porque la muerte se le anticipó. El gobierno declaró duelo departamental y el país se vistió de luto. Su cuerpo fue velado en el Colegio Ayacucho y, posteriormente, exhumado en el Mausoleo de Notables del Cementerio General de La Paz.

Este fecundo escritor, que vivía para cultivar las letras y educar a los estudiantes, se ganó el respeto detodos quienes se acercaron a leer sus obras con curiosidad y cariño. Nadie queda indiferente ante sus temas que expresan el espíritu más genuino de la nación boliviana, donde la diversidad cultural forma un mosaico de riquezas humanas y naturales que la hacen única ante los ojos del mundo.


A pesar de que no fue un escritor dedicado exclusivamente a la literatura infantil, es natural deducir que en su condición de educador, se vio impulsado a escribir algunos libros destinados a los niños y jóvenes, no sólo como una forma de contribuir a la cultura nacional y promover el sentimiento patrio, sino también con el fin de estimular en ellos el hábito a la lectura. Así nació el Nuevo teatro escolar boliviano (1947), declarado texto oficial para su uso en las escuelas y los colegios de Bolivia.

Antonio Díaz Villamil supo recoger la memoria viva de su pueblo, con la que compuso gran parte
de sus relatos, novelas, leyendas y obras de teatro, así escribió su libro de cuentos Khantutas (1922), donde se funden la realidad y la fantasía concediéndoles un toque sobrenatural a los temas tratados, ya que la intención del autor era despertar la atención de los pequeños lectores en torno a los mitos y creencias que caracterizan a los pueblos indígenas, con los cuales se sintió identificado desde siempre. No en vano escribió su conocida obra Leyendas de mi tierra (1929), que es un puñado de relatos arrancados del acervo cultural boliviano, como la leyenda de la coca, en la que se critica la violencia de los conquistadores españoles contra los habientes del imperio incaico y en cuya parte final se lanza una advertencia que convoca a la reflexión de propios y extraños. Este libro, debido a la fuerza telúrica y la magia atrapadas en sus páginas, sigue siendo un texto de lectura obligatoria para los estudiantes de escuelas y colegios.

 

Autor: Víctor Montoya

Fecha: 30 Julio, 2012