Tres nombres, tres momentos y una confesión
Por Manuel Vargas
Más que hacer un recuento de los últimos quince años de la literatura infantil y juvenil en La Paz, voy a presentar tres momentos de la misma. Es decir, voy a hablar de tres autoras, y principalmente de un libro de cada una de ellas.
Pero antes habría que decir que ya estamos bastante lejos de una idea de esta literatura como pretexto moral para inculcar normas de comportamiento, o de la utilización de un lenguaje "infantil" en el peor sentido de la palabra, para dirigirse a este público que tiene sus primeros contactos, de una manera formal, con la literatura escrita. (En realidad, tampoco los autores del pasado lo hicieron: basta pensar en Hugo Molina Viaña o en Oscar Alfaro, a pesar de su buena carga social). Pero siempre que hablamos de estos temas, existe la idea o la tendencia de acordarnos de la palabra moral, la palabra educación, el lenguaje simple.
Isabel Mesa, Liliana de la Quintana, Verónica Linares. ¿Cuál es la onda de estas tres autoras?, ¿cuáles son sus preocupaciones? ¿Qué las une y qué las separa, aparte de ser de La Paz? (En realidad Liliana es de Sucre, pero ese es un pequeño accidente para los fines de nuestro comentario).
Las une el hecho de que son las más activas y representativas en estos afanes que aquí nos han reunido. Cada una de ellas han escrito más de una decena de libros, especialmente de prosa. O de pura prosa. No son poetas o versificadoras. También, que son mujeres. Parece que no existen hombres, en La Paz, que se dediquen a la literatura infantil. Bueno, está Brayan Mamani -que aquí no está-, dedicado eso sí a la literatura llamada juvenil. Y otros autores que por ahí están comenzando, publicando, ganando algunos premios, pero que aún no son muy conocidos o reconocidos en nuestro medio. El encontrarlos y nombrarlos, será tarea de otras personas y otros momentos.
Bueno. Tres mujeres. Les guste o no les guste la constatación, que no sé si tendrá que ver con los aspectos literarios y con esta pequeña provincia de las letras llamada literatura infantil y juvenil.
Isabel Mesa tal vez es la más prolífica. Tanto que ya no he alcanzado a leer todos sus libros. Sus novelas, sus mitos y cuentos. En ella veo dos tendencias o temáticas. Por un lado el mundo de la cultura boliviana, su historia y la riqueza de la tradición oral, y por el otro la descripción bastante realista del mundo del niño, más bien del niño de la clase media, en su realidad actual de un típico hogar bastante cómodo y rodeado de la moderna tecnología digital. Ejemplo de la primera tendencia es la novela Fábula verde (2014), en la que, sin preocuparse por la verosimilitud y el realismo, lo que interesa es el recuperar los cuentos y las tradiciones bolivianas en un mundo futuro donde ya no existen más que el recuerdo de esas formas de expresión cultural. El cóndor, el zorro, el puma, el jucumari, aparecen como principales personajes de los cuentos tradicionales bolivianos, que se van intercalando en la novela. Y aunque no queramos, gana la moral y el buen sentido de que la salvación del mundo está en no olvidar la tradición, la cultura, el pasado. La ecología. El color verde.
Por otro lado está el mundo digital. De la tecnología, tan cara a los niños y jóvenes de hoy. Hablo de El revés del cuento (2008), donde por un lado se quiere mostrar el mundo infantil con sus gustos por el cuento de hadas y las historietas con héroes modernos, y por el otro el juego de las computadoras al servicio de la recuperación y valoración de los cuentos de hadas. Y mostrando precisamente ese tan caro mundo de las computadoras y los juegos electrónicos, para atraer el público lector infantil. Decía que hay una visión realista y humorística de los personajes. Dos hermanos muy distintos que se quieren y se pelean constantemente. El uno desordenado y tragón (de gaseosas y todo lo que encuentra), y ella criticona e imaginativa. Esta visión realista hace que los lectores puedan identificarse con esos personajes, que no son precisamente un dechado de virtudes, y no se busca, por ejemplo, una alimentación alternativa y sana, como podría ocurrir, o esperarse, en este tipo de narraciones. Me acuerdo, por contraste, de una tendencia de los cuentos europeos actuales, donde se celebra un cumpleaños no con tortas y cremas a granel, sino con papas cocidas y mucho más baratas. (Ilse Bintig, "La fiesta de cumpleaños").
Liliana de la Quintana comenzó su escritura recuperando, para el público infantil, el conocimiento de los distintos pueblo indígenas que viven en Bolivia. Así surgieron Soy uru, Soy quechua, Soy afro, Soy aymara, Soy guaraní... E inclusive Soy de la ciudad. Pequeños libros con una descripción simple de la vida y características de cada una de estas culturas.
Luego, siempre con la ayuda de las ilustraciones, comenzó a recuperar mitos y leyendas de estos pueblos: Los hijos del sol (2005) o La abuela grillo (2004), que forman parte de la colección "Mitología indígena de Bolivia". También escribió cuentos, en versiones más libres, sobre diferentes conocimientos de las culturas bolivianas: sobre el sentido y las enseñanzas de la Pachamama (Panqarita y los Achachilas, 2013), el significado de los tejidos (Tejedoras de estrellas, 2013), pero con argumentos un poco ingenuos o inverosímiles. Dentro de estos cuentos, el más logrado que pude leer es La fiesta de la vida (2013), sobre Asojná, un personaje mitológico ayoreo.
Dentro de la colección de mitología indígena, sin embargo, tanto por el lenguaje y la descripción detallada del mundo indígena tan diverso como es el boliviano, me quedo con La abuela grillo, que recupera y crea un mundo y unos personajes dignos de ser conocidos y apreciados. Junto con el mismo relato de esta colección, se presenta además un texto e ilustraciones con información histórica y cultural de cada región a la que pertenece el mito.
Hasta aquí vemos, cómo por el uno o por el otro lado, la principal preocupación es la de recuperar y valorar los distintos aspectos de la cultura indígena y del pasado de Bolivia, así como el medio ambiente en general, la casa donde vivimos.
Verónica Linares tiene, aparentemente, otras temáticas, aunque igualmente con personajes y paisajes bolivianos. Describe el mundo infantil que se caracteriza por su fantasía y su colorido. Pude leer En busca de un caballito de mar (2010), que describe el mundo de una familia boliviana, en especial los niños, con sus juegos y fantasías. También Matilde, la paloma verdiazul (2007), y Zacarías (2007). Sí, están más centradas sus preocupaciones en el mundo del niño, con o sin el ambiente reconocible de Bolivia.
En estas tres breves historias, se repite por ejemplo el mundo de los colores: En la paloma verdiazul están todos los colores, inclusive los grises. El caballito de mar, es de siete colores, así como los peces. Y también los aguayos y el color de los cerros y los días. Y no podríamos hablar de una imaginación más colorida y brillante que la de un niño llamado Zacarías, que sabe contar verdaderas mentiras a sus compañeros de escuela y dentro de su familia.
Pero si uno le va buscando a la cosa, puede comparar, a propósito de este último personaje, cómo el mundo del niño tiene su relación con el mundo del ser humano alejado de la llamada civilización moderna. Por su humor y su capacidad de mentir con gran imaginación. Dentro de la tradición de todos los pueblos relativamente aislados, existen los grandes mentirosos, que con sus cuentos (en el sentido de mentiras), o sus yucas (exageraciones) como les llaman en el oriente de Bolivia, divierten a la gente y se divierten. Es todo un género literario, no privativo de Bolivia y sus provincias, sino propio de todos los pueblos del mundo. Eso lo constaté una vez en un intercambio epistolar entre los escritores norteamericanos William Faulkner y Sherwood Anderson, a inicios del siglo pasado, donde se contaban yucas, que son el origen de la alta literatura. García Márquez no anda lejos de ello.
Yo me identifiqué con Zacarías. Pues en la escuela, o sea, hace una cosa de sesenta años, influido por mis padres y hermanos mayores, cuando maestros y alumnos me preguntaban por mi edad, yo les respondía que por lo menos tenía unos ochenta años. O más de cien. Y les daba todas mis razones, contándoles cosas de mi larguísimo pasado. Por tal motivo estos mis compañeros me pusieron el sobrenombre de abuelo, mote que se me quedó hasta terminar la escuela.
Ahí está, patente, el origen de mis preocupaciones literarias y por qué estoy en este momento con ustedes. Y por algo también sería que, mi primer libro, publicado cuando frisaba apenas los 22 años, se llamó Cuentos del Achachila.
Muchas gracias.
La Paz, julio de 2016.
Autor: Manuel Vargas Severiche
Fecha: 8 Julio, 2016