5 Mayo, 2023
Publicado con permiso del autor, originalmente publicado aquí.
El variopinto mundo editorial está dividido por sectores que se comportan de distinta manera, especialmente de cara al futuro de la industria. Quizás uno de los más vigorosos es el de los libros para niños, equivocadamente emparentado con el de los libros de textos. Hoy, sin duda, una de las más sanas y robustas comunidades es la de la edición infantil, amplia, heterogénea y muy creativa, porque en ella se desarrollan muy diversos perfiles editoriales y porque el libro como objeto se interviene, a diferencia de otros sectores, de manera que pueda reunir distintos lenguajes para encantar y deleitar al lector. No solo el texto ocupa un lugar preponderante, sino que las ilustraciones, el diseño y el soporte mismo hacen parte de la mirada del editor. Por eso, cuando hablamos del tradicional oficio de editar, en el caso de los libros para niños, nos estamos refiriendo a una tarea más poliédrica y compleja.
El escenario del libro infantil, hoy por hoy, es mucho más ancho y protagónico que hace unos veinte o treinta años, no solo porque se han consolidado espacios exclusivos como la Feria de Bologna (que reúne cada año a las editoriales infantiles del mundo), sino que ya ninguna feria que se precie de tal relega al sector y la programación infantil al desván. Los pabellones infantiles concentran, además, un flujo nutrido de visitantes ya que apelan a la familia, mantienen una programación activa para distintos lectores y son los favoritos de las visitas que se preparan desde las escuelas.
Del mismo modo, muchos colectivos se hacen visibles en el marco de estas ferias, como las comunidades especializadas de libros álbum, de narrativa y poesía infantil, de ilustradores, de creadores de cómics y novelas gráficas, además de cuentacuentos y mediadores que tienen en su vocación la promoción del libro y la lectura en este público.
Premios de enorme prestigio internacional como el Hans Christian Andersen, que reconoce el conjunto de la obra de un autor o ilustrador, y el Astrid Lindgren Memorial Award, con una de las mayores dotaciones del mundo, contribuyen enormemente con la difusión de los creadores de este tipo de literatura. Además de iniciativas de larga tradición como las medallas Caldecott, John Newbery y Kate Greenaway, la Bienal de Bratislava, y Los Mejores del Banco del Libro, entre otras, que dinamizan la circulación de libros en este mercado.
En este contexto de instituciones consolidadas y de vertiginoso crecimiento de espacios académicos, los cuales demuestran interés creciente por el universo de libros que se publican para la infancia, el oficio editorial cobra una dimensión colosal: para publicar libros auténticos y valiosos se deben sortear numerosos obstáculos, empezando por la tentación de escuchar los cantos de las sirenas del mercado que prometen la clave del éxito a quien encuentre la fórmula del best seller, o que satisfaga los estereotipos del consumo masivo o complazca las demandas de lo políticamente correcto, tan en los ámbitos de estos consumidores.
Tendencias sostenidas al consumo del libro digital e interactivo, apetecidos por niños y jóvenes, y al audiolibro, más cercano a la pasión natural por escuchar historias entre los más pequeños, generan nuevas incidencias en el arte de la edición de contenidos infantiles, que va derivando en otras industrias y otros modos de producción. Sin embargo, en la base de estos nuevos productos culturales se preservan algunos criterios imponderables, como la búsqueda de una autenticidad en la mirada infantil, la construcción de un mensaje potente y hondo, la convivencia no redundante de distintos lenguajes, el uso creativo y coherente del soporte y la fuerza para transmitir emoción y encanto, ya que en definitiva el asombro sigue siendo un refugio natural de la infancia.
Los libros notables son aquellos que se conectan de manera especial con el lector. En un circuito que es adultocéntrico, en el que los libros para niños son pensados, escritos, ilustrados, diseñados, promocionados y comprados por adultos, ¿cómo lograr la autenticidad y la frescura necesarias para que conquisten de manera genuina a sus lectores? Esta es una pregunta fundamental que un editor no debe perder de vista, ya que ese niño que aún permanece en él no es suficiente para garantizar ese nexo: está sepultado por capas de experiencias adultas que debilitan la mirada fresca y una verdadera conexión con los lectores contemporáneos. Sin duda, una condición para este oficio es la vinculación que se tenga con lectores reales, en distintas dinámicas que hagan posible conocer sus intereses, preferencias y modos de lectura. Un lector nativo digital y usuario activo de redes consume de una manera muy distinta, sus tiempos de atención son más cortos, la presencia de lo visual es más llamativa y sus maneras de ensamblar las partes de un todo no se rigen por la linealidad tradicional.
Todos estos cambios impactan en la manera como se construyen los discursos y se refleja en los cambios de los productos culturales: el dominio del libro álbum y el libro silente en el sector; el desarrollo de capítulos cortos en las obras narrativas; el surgimiento de categorías como la novela gráfica; la apuesta por mundos distópicos; la preferencia por seriales, secuelas y precuelas; la expansión de un mundo de ficción en distintos medios (la llamada literatura transmedia) y la aparición de un nuevo abanico de temas, son algunos de los asuntos con los que tiene que lidiar un editor en la actualidad. De hecho, el oficio de editar ha cambiado por la alta presencia del entorno digital y las herramientas que surgen para optimizar procesos que se llevaban de una forma analógica, como la corrección ortotipográfica o la comunicación entre los creadores involucrados. Si algo es particular de este oficio, es su vocación colectiva; el trabajo en equipo, que exige del editor esa capacidad para convertirse en un director de orquesta, juntar los talentos y acoplar los aportes de cada profesional involucrado.
De hecho, esta capacidad de concertar ideas es posible porque el editor, especialmente cuando nos referimos a libros álbum, construye el “concepto editorial”, un término que se refiere a un conjunto de elementos materiales e intangibles que logran el acabado final del libro, su ecosistema de sentido. Gran parte de los abundantes libros fallidos que circulan en el mercado lo son porque no han logrado consolidar su concepto editorial, lo que hace que muchas veces se le noten las “costuras” hablando en términos más coloquiales.
Esta capacidad para ver más allá o para ver el bosque como un escenario completo es una de las fortalezas que adquiere un editor experimentado en el campo de la edición infantil, sabe tomar distancia y entiende el equilibrio de esa relación compleja entre todas las partes: el texto debe mantener su calidad y fuerza sin decirlo todo, de manera que las ilustraciones puedan expandir, interpretar o contradecir eso que el texto sugiere; el formato debe poder contener de manera consistente ambos lenguajes, ya sea porque ofrece el espacio ideal para esa historia o porque enfatiza su carga emocional; las guardas deben permitir abrir y cerrar de manera interesante ese mundo ficcional; el diseño debe abrigar y potenciar la convivencia de lenguajes… cada detalle debe poder justificar ese maravilloso objeto que llegará a las manos del lector.
El molde del libro álbum se ha expandido a muchas categorías de libros para niños en la actualidad, de allí que libros de no ficción y poesía también hayan adoptado las bondades de un envoltorio que convierte al libro como un objeto estético.
Muchas editoriales de nicho, alternativas e independientes, se han enfocado en el libro ilustrado bajo distintas categorías que incluye el libro ilustrado propiamente, el libro álbum, el libro silente y el libro interactivo. Otras editoriales de mediano tamaño o de modelo transnacional, se han concentrado tradicionalmente en la producción de libros para planes lectores, que se consumen en comunidades escolares y que privilegian la narrativa en distintos géneros.
El camino de un manuscrito que llega de forma espontánea tiene un largo recorrido, porque cada editorial trabaja con parámetros que involucran muchas decisiones que van más allá de la calidad literaria del texto. La adecuación para una franja de edad, el hecho de que haya en el mercado obras similares, la demanda de temas que estén en el ambiente, la originalidad de la propuesta, su extensión, el abordaje de ciertos contenidos y su complejidad tienen un peso, sin duda, para decidir su inclusión en un catálogo. O asumir su edición.
El proceso de edición es siempre único, cada manuscrito irradia su propia energía y sugiere un camino para su lectura profesional. Aunque no existen fórmulas inamovibles, lo más seguro es que el editor haga una primera lectura: quizás bastan las primeras diez o veinte páginas para reconocer si la historia atrapa, si tiene fuerza y puede convencer a un lector, ese primer lector que es el editor. Leer manuscritos muchas veces requiere disciplina porque en una primera mirada se debe pensar la obra como un conjunto, y esto requiere terminar de leerla hasta el final, a menos que sea insalvable. Muchos textos llegan desarticulados, no hay una espina dorsal o necesitan de una verdadera poda. Justo por eso requieren de una edición. Mover las partes de manera que puedan encontrar una articulación y arrancar los abrojos son tareas fundamentales para lograr la nitidez de un texto. El editor, en parte, es un podador; quitar lo que sobra es todo un arte porque hay que saber discriminar aquello que se manda al basurero.
Un texto estructurado y limpio tiene la virtud de permitir entender cómo funciona ese universo de ficción, si hay vacíos que necesitan ser llenados, cómo funciona la tensión para mantener al lector cautivo y cómo se transforman los personajes en su curso. En el intercambio con el autor, estas intervenciones se argumentan y se pactan, ya que en esta relación el autor debe sentirse acompañado. Conversar sobre las sugerencias es la mejor manera de que el editor asuma su rol como lector especializado y no con la pretensión de que el autor escriba la historia que él como editor desea escribir.
De alguna manera, esa distancia que significa mirar con otros ojos resulta esclarecedora: el editor puede permitirse estar afuera para entender si ese mundo de ficción funciona y es convincente, si realmente puede seducir y, sobre todo, si está contado desde una perspectiva que se corresponde con el personaje y el lector.
La edición es un oficio que requiere capas y tiempo. Capas para ver en cada nueva lectura elementos distintos del texto, primero sus engranajes y piezas más grandes, luego las arandelas. El secreto de este ejercicio está en las relecturas que se hacen, cinco, ocho, diez, las necesarias para sentir que ese manuscrito puede pasar a la siguiente fase del proceso. Un buen editor trabaja en llave con un copyeditor y un corrector, especialmente cuando la producción es alta y los tiempos cortos.
Muchas otras cosas pudieran decirse de este arte que tiene la bondad de producir libros de calidad, pero lo más significativo es que luego de todos los entretelones y los procedimientos técnicos que hacen posible que una nueva obra nazca, es que pueda cambiar la vida de sus lectores para siempre.
Imagen: Portada de Cuentos para niñas sin miedo, un libro de Myriam Sayalero y el ilustrador español Ricard López
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