21 Julio, 2023
por Adolfo Córdova*
En sus inicios, las publicaciones dirigidas específicamente a niños, niñas y jóvenes se parecían entre sí: “había una vez un personaje que debía aprender una lección”. Su vocación era formativa, no artística. De ahí que en tantos sitios hayan nacido asistidas por instituciones como la Iglesia o el Estado. Se trataba de proyectos editoriales de adoctrinamiento religioso y/o cívico que buscaban hacer un molde de infancia según la moral de una época y el carácter identitario de una nación (con todo y proyecciones a futuro).
En esta historia, las publicaciones que no renunciaron a ser literatura, es decir, las que priorizaron la experiencia estética sobre el discurso moralizante o patriótico, o bien aquellas que desoyeron el llamado a los disciplinamientos y se enfocaron en el goce y el asombro, constituyen las excepciones que, a la postre, conformaron el canon y que hoy continuamos leyendo. Reitero mi enfoque: los libros pensados desde un principio específicamente para niños y niñas.
En Latinoamérica, una de estas primeras excepciones fue José Martí. En el prólogo de la primera entrega de su emblemática revista La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América, este precursor de la literatura infantojuvenil de vocación artística y didáctica (como se constata en el propio lema de la revista: “recreo e instrucción”) intenta dirigirse a sus lectores y hacerse su cómplice: “Lo que queremos es que los niños sean felices […] y que, si alguna vez nos encuentra un niño de América por el mundo, nos apriete mucho la mano, como a un amigo viejo, y diga, donde todo el mundo lo oiga: ‘¡Este hombre de La Edad de Oro fue mi amigo!’”.
Su innovadora voz incluye una invitación a que escriban cartas y participen en un concurso: “Queremos que nos quieran y nos vean como cosa de su corazón. Cuando un niño quiera saber algo que no esté en La Edad de Oro, escríbanos como si nos hubiera conocido siempre, que nosotros le contestaremos. No importa que la carta venga con faltas de ortografía. […] Las niñas también pueden escribirnos sus cartas, y preguntarnos cuanto quieran saber, y mandarnos sus composiciones para la competencia de cada seis meses. ¡De seguro que van a ganar las niñas!”.
Aunque no ajeno a los roles sexistas de su tiempo, quiere ser inclusivo y fomentar el respeto hacia las niñas, ambos discursos adelantados a su tiempo.
Escrito en 1889, en plena “edad de oro” de la literatura infantil europea, este texto de presentación es notable también por la tradición de literatura infantil americana que desea inaugurar: “Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras, […] y les diremos lo que se sabe del cielo, y de lo hondo del mar y de la tierra: y les contaremos cuentos de risa y novelas de niños, para cuando hayan estudiado mucho, o jugado mucho, y quieran descansar”.
En los cuatro números de La Edad de Oro que Martí consiguió publicar, se concreta ese mestizaje, que ya había apuntalado en 1867 el colombiano Rafael Pombo con sus Cuentos pintados (versiones “latinoamericanizadas” de canciones infantiles inglesas), un carácter identitario infantil y juvenil americano que es fusión de cuentos de hadas y fábulas europeas con realidad, paisaje, lenguaje y referentes culturales americanos. Podría considerarse, al leer el trabajo de muchos de estos precursores, que, más que fusión, es adaptación renovadora de las formas europeas, o reinvención, como lo demostró Rubén Darío con el modernismo.
En esta particular y reducida panorámica, nos trasladamos del Martí de 1889, exiliado en Nueva York, a una editorial fundada en 1978 en Venezuela, Ekaré (la editorial latinoamericana vigente con mayor antigüedad en Latinoamérica); de los esfuerzos individuales (Martí escribía la totalidad de los textos de sus revistas) a la suma de esfuerzos de las editoras Carmen Diana Dearden y Verónica Uribe, y del Banco del Libro de Venezuela, para arrancar un proyecto que ampliara ese paso adelante en la definición de rasgos propios. Desde el nombre, ese deseo: Ekaré quiere decir ‘narración nueva o verdadera’ o, sencillamente, ‘cuento’ en pemón, un idioma del sureste venezolano.
El rabipelado burlado y El cocuyo y la mora, adaptaciones de Fray Cesáreo de Armellada, con ilustraciones de Vicky Sempere y Amelie Areco, respectivamente, fueron dos de esos libros insignia que retomaron historias de tradición oral e hicieron a un lado a los elefantes y a los leones, y a los bosques nevados, para mostrar un paisaje más cercano.
Sin embargo, desde muy pronto, además de cuestionar, divertir y trazar un retrato latinoamericano, igual de atípico fue que Ekaré buscara animar esa conversación política entre niños, niñas y jóvenes también con libros de realismo social como La calle es libre (1981), La composición (1998), De noche en la calle (1999) y, más recientemente, Al sur de la alameda (2015) y Pequeña historia de un desacuerdo (2018).
Dejo aquí este pequeño marco histórico, cuyo objetivo ha sido mostrar el camino sobre el que me interesa pensar: el del carácter local, la diversidad cultural y lingüística, y el compromiso político de las publicaciones con las infancias, tres señas particulares para proponer una pequeña selección, “infancias en la periferia”, en el vasto y prolífico mundo de la edición independiente en Latinoamérica.
“Las abuelas mayas tienen manos como de corteza de árbol, como de cáscara de zapote, como de canela recién cortada, como de hoja de milpa ya lista para la tapisca. Con esas manos, la nan Chave hace trenzas con el cabello de su nieta Luz”.
Unos cerros de fondo, una milpa en primer plano y, en medio, una niña caminando erguida y con la frente al cielo mientras equilibra un balón de futbol en la cabeza. Ésta es la presentación de Luz en las guardas del libro. La portada —Luz pateando una pelota de futbol entre la milpa— podría haber sido capturada justo en el momento anterior, y, ahora, la niña vuelve a casa, con su abuela, su nan Chave. Y eso es lo que vemos en la siguiente página del álbum Dos cabezas para meter un gol, de los guatemaltecos Julio Serrano Echeverría y Jazmín Villagrán Miguel (Libros para niños, Nicaragua, 2021). Luz, como una extensión del cuerpo de su abuela, está detrás de ella, leyendo en su espalda los hilos del huipil. “¿Qué es esto abuela?”, “Un volcán mi’ja”. La abuela, en su telar de cintura, no necesita voltear, conoce de memoria sus brocados. Son parte de ella. Luz cuenta volcanes. Luego, cuenta estrellas, hormigas, palitos de milpa. “Si gira la cabeza, los volcanes se vuelven picos de pájaros que se van volando. ¿Y las estrellas? También son gotas de lluvia o frutas o corazones, ¡o pelotas de fútbol!”. Se nombra el deseo: Luz ama el futbol y, cuando teja su primer huipil, le pondrá el escudo del Chajul FC, su equipo, y el nombre de su pueblo. A su nan Chave le causa mucha gracia todo eso. Ella nunca ha visto un huipil con escudos ni pelotas y se pregunta por qué ella no jugaría futbol de pequeña. El momento en el que la abuela le hace sus trenzas es el momento de las preguntas. Un día, al ver el Cot bordado en su huipil, la nieta le pregunta si es verdad que ese personaje se llevaba a la gente. El Cot es un águila con dos patas, dos alas y dos cabezas. “¡Dos cabezas! ¿Te lo imaginás jugando fut, abuelita? ¡Doble cabezazo!”.
La prosa poética y los diálogos verosímiles del escritor guatemalteco Julio Serrano Echeverría, versado en literatura oral, también autor del poema intimista Balam, Lluvia y la casa (Amanuense, Uruguay, 2018), aprietan bien el trenzado de vida y mito. Jazmín Villagrán Miguel, otra artista guatemalteca, a quien conocía por su ilustración del poema de Rubén Darío, Sonatina, prueba aquí una mayor plasticidad y consigue retratar con realismo la riqueza de la comunidad maya (se nota el trabajo de investigación iconográfica), un amplio rango de emociones y los huipiles (el nivel de detalle en el dibujo del huipil a dos páginas es virtuoso). Todavía resulta poco frecuente encontrar libros de literatura infantil con niños y niñas de culturas originarias mesoamericanas. Este libro aporta una representación de infancia muy poco incluida en listas, corpus y catálogos de literatura infantil y juvenil.
Además, Dos cabezas para meter un gol recupera la noción de genealogía como se entiende desde los feminismos. Las relaciones afectivas entre la familia no están determinadas solamente por un linaje sanguíneo (algo que acentúan muchas narrativas infantiles), sino por símbolos y tradiciones que exceden los núcleos familiares pequeños y entretejen comunidades de mujeres. Ejemplo de ello: la creación de huipiles con cosmogonías ancestrales que dialogan de generación en generación. Vincular lectura y arte textil es otro acierto, bastante inédito en álbumes ilustrados.
Es también un “güegüe”, un abuelo, el que le cuenta a la escritora María López Vigil el célebre libro nicaragüense Un güegüe me contó (también de la editorial Libros para Niños), donde se narra el principio del mundo… y de Nicaragua.
“Abuelo, ¿de dónde sacas tantos y tantos cuentos que parecen no acabar nunca?, ¿cómo le haces para que cada uno sea diferente?, ¿quién te los contó?”, pregunta otro nieto en El abuelo Gregorio, un sabio maya, de Jorge Miguel Cocom Pech (Conaculta, México, 2012). “Los cuentos pertenecen a todos, nadie es su propietario”, responde el abuelo. “A mí me los han contado mis abuelos, y a los abuelos de mis abuelos se los contaron sus abuelos…”. Y el nieto narra: “Nunca conocí a nadie superior en el arte de contar cuentos como mi abuelo Gregorio, padre de mi madre, a quien mis tíos llamaban Lin”. Él sabe leer las sombras de los árboles, el canto o la queja de los pájaros, la marcha de las hormigas, las telarañas, los colores del halo de la luna… El libro reúne las experiencias del escritor maya Jorge Miguel Cocom Pech al lado de su abuelo, en su infancia y adolescencia.
Una tendencia general que hemos visto en la literatura infantil y juvenil es el regreso a la naturaleza, y los libros que recuperan saberes originarios nos recuerdan el fuerte vínculo que nunca han perdido muchas poblaciones.
También Rita, en El color de la Saya, de Liliana De la Quintana y Romanet Zarate (Editorial Nicobis, Bolivia, 2018), le pregunta a su abuela ya no por las historias míticas que les conforman, sino por su ascendencia particular, africana: “Lo que me contó mi abuela Martina es que ella vivía en la Madre África cuando la vida florecía allí. Un día vieron señales extrañas en el cielo, en la tierra y en el mar. Con un fuerte viento llegaron los hombres descoloridos a las costas en grandes barcos. Estaban sucios y hambrientos. Las abuelas africanas se apresuraron en darles comida y agua fresca. En pocos días recuperaron sus fuerzas y como relámpagos encadenaron con fierros a hombres, mujeres jóvenes y hasta niños. Y los arrastraron hacia sus barcos”. Cantando, la abuela enseñará a Rita y a sus amigas a bailar la saya mientras sigue contando las historias de los que llegaron hasta que alcanzaron la libertad.
9 kilómetros, de Claudio Aguilera y Gabriela Lyon (Ekaré Sur, Chile, 2021), como lo anticipa el título, es la historia de un trayecto. Un niño sale muy temprano de su casa “cuando aún está oscuro” para dirigirse a su escuela a nueve kilómetros a pie. Camina y (nos) cuenta metros, mariposas, minutos, moras, saltos y pasos que animan su viaje y traducen las abstracciones numéricas del mundo adulto: “La profesora dijo que se necesitan unos 1 600 pasos para avanzar 1 kilómetro… 9 kilómetros serían casi 15 000 pasos. ¡Muchísimos! Pero yo creo que son menos, porque también busco atajos, corro, salto”. Este personaje recuerda a Valentina, la niña en La vida secreta de los números de Vladimir Rivera y Ales Villegas (Planeta Lector, Chile-México, 2019), sólo que ella avanza hacia los brazos de su madre en un entorno citadino, el de Santiago de Chile, y este niño nos traslada al interior del país (también Chile, el sur) y comparte el camino con pájaros. Es, precisamente, desde una perspectiva de vuelo de pájaro que entramos al libro y, aunque el trayecto es arduo, vamos planeando, arriba y abajo, ligeros con el niño que vuela con su imaginación.
“Hay veces en que he querido contar mis pasos. Pero el ladrido de los perros, el canto del chucao o el zumbido de las cigarras me desordenan los números”. Su experiencia desborda el intento de ordenamiento o revela que las formas de ordenar o habitar un territorio son infinitas, igual que las perspectivas. El movimiento de la mirada que proponen las imágenes es una iteración del movimiento físico y oral del niño, que sube y baja y dice de muchas maneras esos nueve kilómetros. Hay agilidad, pero no prisa. La narración gráfica invita a detenerse. Varias páginas y dobles páginas sin texto, además de algunas más con apenas una línea, proponen un ritmo pausado. Lleva tiempo llegar a la escuela.
Las últimas tres dobles páginas suman más niños y niñas trasladándose, y el trayecto cobra una dimensión colectiva que amplía las combinatorias. ¿De qué otras maneras se puede llegar? ¿Con un hermano, en bicicleta, seguido por un perro? ¿Desde más cerca o más lejos? ¿Y la maestra, cómo llega?, por ejemplo. Otro libro, casi gemelo de éste, lo responde: Gabriela camina mucho (Ediciones Castillo, México, 2021), de otra dupla: Jairo Buitrago y Eva Sánchez. Aquí se va contando, en un tono más fantástico, el trayecto a la escuela, en paralelo, de una niña y de su maestra.
Al final de 9 kilómetros, también se hace explícita la multiplicidad: historias extraídas de distintos diarios dan cuenta de otros caminantes en China, Kenia, Colombia, Perú y más de Chile. Y una página antes, una serie de fichas informativas convierte el genérico de “pájaros” en “cisne de cuello negro”, “bandurria”, “lechuza blanca”, “peuco”, “chucao”, “runrún”, con lo que uno relee ahora el trayecto como ornitólogo. Por esto, y por la fuerza plástica del paisaje en el pincel de Gabriela Lyon, se trata también de un libro de naturaleza, otra vez esa tendencia, en el que prima la mirada documental del paisaje chileno.
También de Chile, otro niño imaginativo y otro libro de Ekaré Sur: Sábados, de la prolífica y multipremiada poeta María José Ferrada, con ilustraciones del también reconocido Marcelo Escobar (Ekaré Sur, Chile, 2018). Es el sábado el día en el que Miguel acompaña a su papá a trabajar, y el único de la semana en el que lo ve: por eso es su día favorito. “Su papá, guitarra. Él, pandero”, por las calles de Valparaíso, de restaurante en restaurante, cantan por una moneda. Mientras tocan, sin embargo, los sueños que ha tenido Miguel al dormir lo reclaman, lo hacen soñar despierto. “Un suave codazo lo trae de vuelta. No es fácil mantener el ritmo del pandero…”.
Conexiones, de Walter Binder y Marcelo Tomé (Calibroscopio, Argentina, 2020), también presenta a un imaginativo niño. Un padre y su hijo comparten la afición por las historietas, además de un mismo espacio de trabajo: obras en construcción. La admiración por el padre es evidente, y también él lo presenta orgulloso con sus compañeros como su ayudante, “Sería como Robin. O, mejor, como Toro”. Son amigos, se caen bien, completan “misiones”, comen como piratas, intercambian lecturas: “Mi papá lee novelas policiales o de vaqueros. También historietas. Las suyas y las que le presto yo. A mí me encantan las historietas, pero mis favoritas son las que lee mi papá. Él me las pasa cuando las termina”.
Esta reciprocidad en el afecto no los comprime. La relación es positiva (y no son tan frecuentes los retratos de padres e hijos relacionándose así). El padre lee unas cosas, él otras; son momentos de apartamiento para cada uno, luego de conversación e intercambio. La lectura cablea tanto la habitación propia como la casa común. Desde el principio, padre e hijo, texto e imagen, muestran que, aunque se adoren, conservan su individualidad (porosa, múltiple, cercana, sí, pero singular). Por ejemplo, el hijo cuenta que cuando su padre era niño tenía un amigo con el que intercambiaba novelitas policiacas y (esto nos lo dice la ilustración) el padre era más sagaz (o por lo menos así lo imagina él). Es decir, el padre tiene un pasado, y el hijo reconoce esa otra dimensión.
Conexiones es una revisión autobiográfica de Walter Binder, que retoma parte de una historia de lectura real. Quizá por eso revele con tanta luz que la vida está hecha de un conglomerado de ficción y realidad, y que niños y niñas saben atravesarla con su imaginación.
En Dos conejos blancos, de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng (Ediciones Castillo, México, 2015), una niña narra en primera persona su vida viajando con su padre. Mira y cuenta: cinco vacas, cuatro gallinas, cincuenta pájaros, un niño, perros que pasan, autos que pasan, la gente que vive en las vías del tren, las nubes. Todo, menos los soldados. Ella hace preguntas: “¿Para dónde vamos?”. Su papá no responde; está alerta, pensativo, silencioso. No responde, pero las ilustraciones sí. En ese otro nivel está el viaje que reconocemos y que ha constituido su propia categoría en los libros infantiles: el de las personas que migran.
Ya en Migrar, de José Manuel Mateo y Javier Martínez (Ediciones Tecolote, México, 2011), compartíamos la mirada de un niño que deja su casa y se sube al conocido tren mexicano “La Bestia” para llegar a Estados Unidos. Dos conejos blancos es un libro hermano, pero aquí no es la voz de la niña la que da orden y tiempo a la narración: son las imágenes, llenas de sombras y cielos, las que nos llevan. Los paisajes se abren y se cierran; los personajes suben y bajan, corren, se tallan los ojos, trabajan, juegan, pero están juntos, la hija y el padre. Él la sostiene y, si se aleja, la llama enseguida, porque el entorno es amenazante. Rafael Yockteng no lo maquilla, aunque tampoco dramatiza de más. Y el final no es conclusivo, porque es difícil decir qué pasará en estas historias, pero no es desesperanzador. El lector sabe, por lo menos, que son dos, y están juntos.
Buitrago exploró la historia de otra niña migrante, que podríamos pensar como paralela a ésta, en Al principio, viajábamos solas, ilustrado por la chilena Karina Cocq (Ediciones Castillo, México, 2019). Allí, otra niña, Eva, una que no está migrando, mira desde el auto, con su mamá, a muchas personas caminando al borde de la carretera: “familias, hombres solos, mujeres, un señor con una niña sobre los hombros”. Ese señor le llama especialmente la atención: “se ve muy cansado”, dice. Podría ser el padre en Dos conejos blancos. Pero Buitrago da un paso adelante en su propio viaje como autor al acercar estos temas a la infancia lectora. Aquí no sólo les muestra la realidad posible de una niña que migra, los hace vivir, a través de Eva, la posibilidad de encontrarse con esa niña, de compartir el asiento trasero, de llamarla amiga y de aprender de ella el nombre de alguna estrella.
Buitrago y Yockteng son una de las parejas creativas más sólidas en la creación de libro álbum en Latinoamérica, sensibles a la relación de padres e hijas en contextos complejos. Ya han contado cómo es llegar a un lugar desconocido en Eloísa y los bichos (Babel Libros / Ediciones Tecolote, Colombia / México, 2011) o en Al otro lado del jardín (Planeta, Chile, 2017). También Camino a casa (fce, México, 2008) abordó, muy anticipadamente en México, de manera sutil (se revela en las páginas finales), la desaparición forzada de un padre y su sustitución alegórica con un enorme león. El terrorismo de Estado ha sido explorado en Argentina por autoras como Graciela Montes, Paula Bombara, Graciela Bialet, Florencia Ordóñez, Inés Garland y María Teresa Andruetto.
Con Los ahogados, María Teresa Andruetto y el ilustrador Daniel Rabanal (Babel Libros, Colombia, 2017) hacen una aportación a la escasa publicación de cuento ilustrado para adolescentes y jóvenes. A pesar de que la historia tiene como marco un hecho histórico (la dictadura militar), a la autora no le interesa el lamento con aire vindicativo. Muchos de los libros que abordan estos temas encaran la desolación, la tristeza, la soledad, el horror, pero también la resistencia y la unidad, y eligen personajes periféricos para recrear grandes tragedias sociales desde una perspectiva más humana, libre de heroísmos fáciles. Andruetto ya había tratado el terrorismo de Estado antes en Quien soy (Calibroscopio, Argentina, 2013), Lengua madre y Los manchados, estos dos últimos editados en colecciones para adultos. En Los ahogados, la autora argentina se centra en una pareja que primero parece común: camina por una playa gris en la que ya ha estado antes, que le recuerda otros tiempos, unas vacaciones cuando eran novios y el escondite amoroso que encontraron entonces en una casa abandonada. Vuelven ahora a buscar esa casa, pero caminan “casi sin hablar, pasando cada tanto al hijo de los brazos de uno a los del otro”. Necesitan esconderse otra vez, refugiarse, pero esta vez por motivos muy distintos: se comportan como presas, temen que el Estado se los lleve.
Florencia Ordóñez, quien vivió en primera persona la llegada de este “Estado” y la aprehensión injusta de su madre, lo cuenta así en Diario de un hada (Malasaña Ediciones, Argentina, 2015): “Cuando el mundo estalla en pedazos, lo percibimos por partes. En mi casa lo primero que estalló fue una jarra de leche. Era la jarra que mi madre sostenía entre las manos cuando llegaron Ellos, los hacedores de muerte”. Este arranque brutal se corresponde con su desarrollo. La novela, contada desde la voz de una niña, va recogiendo los trozos de vidrio y, con ellos, cuenta pequeñas historias, con personajes clásicos infantiles, mientras la protagonista avanza en la búsqueda de su madre. En el camino habrá brujas, dragones, enanos, princesas, sirenas y niñas que se entrenan para defenderse. Una comparación del terror de los cuentos de hadas clásicos: el abandono de Hansel y Gretel, la pérdida de la infancia de Alicia o Wendy, la permanencia de la fantasía de Peter… con el miedo y la necesidad de invisibilidad que rodea una niñez en medio de una dictadura. Y una nueva historia, de tono fantástico, en ese universo de personajes reconocibles.
¿Es necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados? ¿Escribir novelas, cuentos, poesías, libros informativos, ensayos que recreen la violencia, que la expliquen, que la transformen con una metáfora, que la nombren? ¿No era que debíamos publicar historias de infancias modélicas? ¿Y si la realidad que escuchan, ven y sienten no lo es? Muchos autoras y autores que he entrevistado coinciden al responder que es necesario en la medida en la que niños, niñas y jóvenes lo consideren. La literatura infantil y juvenil que se ha quedado en la memoria es aquella que ha permitido dejarse moldear por la realidad y perspectiva de los propios lectores y lectoras.
La literatura infantil y juvenil en Latinoamérica constituye un territorio fértil, diverso, rico, en constante exploración y reinvención. Resulta difícil acotarlo a unas cuantas páginas o caminos. He intentado abordar, sin embargo, algunos aspectos que he notado que se repiten en años recientes y entre los que pueden trazarse ciertas continuidades: los saberes de culturas originarias que fortalecen vínculos afectivos y búsquedas personales; el regreso a la naturaleza no idealizado, sino como trasfondo de historias de niños y niñas viviendo en contextos rurales; la potencia de la imaginación para transformar o sobrellevar conductas adultocéntricas; la valentía para reconocer que el “paraíso de la infancia” mucho tiene de mito y que niños, niñas y jóvenes lidian con crisis como las migraciones y desapariciones forzadas… Son formas de ser niño, niña, niñe o joven fuera del margen que extienden el constructo histórico de infancia y juventud latinoamericanas, y su literatura.
Aguilera, Claudio, y Gabriela Lyon, 9 kilómetros, Santiago de Chile, Ekaré Sur, 2021.
Andruetto, María Teresa, y Daniel Rabanal, Los ahogados, Bogotá, Babel Libros, 2017.
Andruetto, María Teresa, Paula Bombara, Mario Méndez, Iris Rivera, Irene Singer, María Wernicke, Istvansch, Pablo Bernasconi, Quien soy, Buenos Aires, Calibroscopio, 2013.
Binder, Walter, y Marcelo Tomé, Conexiones, Buenos Aires, Calibroscopio, 2020.
Buitrago, Jairo, y Rafael Yockteng, Dos conejos blancos, Ciudad de México, Ediciones Castillo, 2015.
Buitrago, Jairo, y Karina Cocq, Al principio, viajábamos solas, Ciudad de México, Ediciones Castillo, 2019.
Cocom Pech, Jorge, El abuelo Gregorio, un sabio maya, Ciudad de México, Conaculta, 2012.
Darío, Rubén, y Monika Doppert, Margarita, Caracas, Ediciones Ekaré, 1979.
De la Quintana, Liliana y Romanet Zárate, El color de la Saya, La Paz, Editorial Nicobis, 2018.
Echeverría, Julio y Jazmín Villagrán, Dos cabezas para meter un gol, Nicaragua, Libros para Niños, 2021.
Ferrada, María José y Marcelo Escobar, Sábados, Santiago de Chile, Ekaré Sur, 2018.
López Vigil, María y Nivio López Vigil, Un güegüe me contó, Managua, Libros para Niños, 2009.
Machado, Ana María, Del otro lado hay secretos, São Paulo, Lumen, 2009.
Martí, José, La edad de oro, Madrid, Mesta Ediciones, 1999.
Mateo, José Manuel y Javier Martínez, Migrar, Ciudad de México, Ediciones Tecolote, 2011.
Ordoñez, Florencia, Diario de un hada, Córdoba, Malasaña Ediciones, 2015.
Pombo, Rafael e Ivar Da Coll, Cuentos pintados, Bogotá, Babel Libros, 2013.
Rivera, Vladimir y Ales Villegas, La vida secreta de los números, Santiago de Chile, Planeta Lector, 2019.
*Es periodista, escritor e investigador independiente. Cuenta con un máster en Libros y Literatura Infantil y Juvenil por la Universidad Autónoma de Barcelona y es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2022-2025) con un proyecto de poesía infantil. Ha sido becario de la onu, el Fonca, la Jugendbibliothek en Múnich, el cepli en Cuenca, el Centro de las Artes de San Agustín en Oaxaca y la Fundación de Cornelia Funke en California y Volterra. Ha publicado 13 libros que han recibido reconocimientos como el Premio Nacional Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada, Los Mejores del Banco del Libro de Venezuela, The White Ravens, el Premio Fundación Cuatrogatos, el Premio Bologna Ragazzi y Los mejores libros infantiles de la Biblioteca Pública de Nueva York, y que han sido traducido al maya, nutanjyi, catalán, alemán y coreano. Tiene un blog de periodismo especializado en literatura infantil y juvenil: linternasybosques.com.ii
Este artículo salió primero en la revista mexicana digital Otros Diálogos. Publicado con el permiso de su autor.
Compartir en: