6 Septiembre, 2024
La casa que guardaba un secreto
Por Carolina Loureiro
A lo largo de su recorrido como escritora, Claudia Adriázola nos ha entregado novelas donde la búsqueda de un objeto, de un lugar o de un recuerdo, dan vida a la aventura. En este caso, la incógnita que atrapa al lector, desde el título de la obra, es un secreto. Un secreto que se esconde en las paredes de una casa abandonada.
En las primeras páginas descubrimos a Leonardo, un adolescente dormilón, inteligente y sensible, que vive con sus abuelos en la calle de Las Brujas, en la ciudad de La Paz. El espacio, tan turístico, pero también tan enigmático, nos introduce, desde el principio, en una atmósfera en la que observamos calles empinadas, puestos con medicinas de flores y hojas secas, tiendas abarrotadas de artesanías, y casas antiguas que conservan estilos coloniales pero que, sobre todo, esconden historias lejanas, recuerdos familiares y silencios milenarios.
En esa calle, está la casa que guarda el secreto. Una casa abandonada y colindante con la vivienda de Leonardo. Una casa en la que se escuchan ruidos extraños, se ven luces que de pronto se apagan, se escuchan golpes de martillo y pasos.
Junto a Leonardo, están sus amigos Julián, Anahí y Mimbi, compañeros del colegio, que llevan adelante una tarea de investigación de Ciencias Sociales sobre “creencias y costumbres ancestrales de Bolivia”. En la realización de esa tarea, Anahí pone sobre la mesa la idea de los “tapados”, esos tesoros escondidos, resguardados en los lugares más recónditos y, muchas veces, olvidados, aunque siempre protegidos por los espíritus luminosos que atemorizan a quienes pretenden saquearlos.
Y entre la tarea escolar, y unos documentos viejos que Leonardo encuentra por casualidad bajo el piso de su habitación, se va tejiendo la historia de la novela. Los chicos y las chicas leen esos papeles de fines del siglo XIX y observan fotografías antiguas de arqueólogos y de valiosas piezas tiwanakotas. Poco a poco, van anudando todo con los comentarios de la abuela Nicolasa, que recuerda a un pariente amante de la arqueología, pero también los viejos sistemas de comunicación entre su casa y la casa pareada. Así, intentan ingresar al lugar, burlar a un tío sospechoso, y emprender una gran aventura para descifrar el secreto escondido en ese espacio oscuro y abandonado.
¿Se encuentran con alguien ahí?, ¿tienen miedo? ¿los chicos y chicas descubren algún tesoro? Estas son algunas de las preguntas que nos hacemos como lectores, mientras avanzamos junto a los protagonistas.
Gracias a la presencia de un hilo argumentativo bien tejido, nos vamos identificando con uno o con otro personaje. Y disfrutamos, no solo de la búsqueda, sino también de los momentos de ternura que dejan vislumbrar otras historias posibles.
Y, sin duda, disfrutamos de los diálogos que sostienen los personajes. Porque como dice la escritora colombiana Yolanda Reyes, “los libros son conversaciones de vida”. Y, al conversar, tenemos la posibilidad de explorar el fondo de nosotros mismos, así como de conectarnos y descifrar el lenguaje secreto del otro para conocernos. Quién sabe, a lo mejor, en ese conocernos y descifrarnos, nos damos cuenta de que, como uno de los secretos que aparecen en esta historia, también nosotros “brillamos con luz propia”.
La casa que guardaba un secreto. Claudia Adriázola Arze. Loqueleo, Santa Cruz, 2024.
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