NOVELA: Ganadora del premio de literatura infantil ENKA de Colombia (1998) no ha sido en vano denominada como “La mejor novela juvenil boliviana”, pues es la obra más vendida en los últimos 14 años con 22.000 ejemplares.
Ante un descuido de los guardianes del cielo, la Conciencia Humana es robada por los demonios y Dios encarga a sus arcángeles, al mando de Miguel, que la recuperen. El preciado tesoro ha sido escondido en la zona andina y, para lograr su objetivo, los arcángeles adoptan forma humana usando los trajes de época (siglo XVII) a la manera de los ángeles de la pintura colonial.
Los personajes, arcángeles, demonios y humanos, se embarcan en una aventura llena de suspenso y diversión en un relato entretenido y jocoso con un fondo de aprendizaje sobre historia del arte, geografía e historia del siglo XVII. Es una novela con aquellos valores importantes para el joven de hoy como la solidaridad, el respeto por otras culturas, la valentía y el privilegio de la libertad del hombre de poder elegir entre el bien y el mal.
Año de Publicación: 1998
Lugar de Publicación: La Paz
Editorial: Gisbert y Cia.
Numero de Edición: Novena
Numero de Páginas: 316
ISBN: 978-99974-898-8-3
Depósito Legal: 4-1-43-17
Premios y Distinciones: Premio ENKA de Colombia (1998).
Incluido en la lista de "300 libros iberoamericanos para niños y jóvenes recomendados por el Plan Nacional de Lectura". Ministerio de Educación de Argentina, (2011).
Capítulo I
LOS SIETE CIELOS
(Del libro "La pluma de Miguel: una aventura en los Andes")
En realidad, no es a mí a quien corresponde dejar escrito en los legajos celestiales sobre lo que nos ocupa a los mensajeros del Creador. Es Raziel, el ángel de las regiones secretas y el jefe supremo de los misterios, quien se encarga de poner al día el Gran Libro en el que está escrito todo el saber celestial y terrenal que existe; incluso allí se explican las 1.500 claves a los misterios del mundo que no fueron reveladas ni siquiera a los ángeles. Sin embargo, esta historia es tan peculiar, es más, diría yo que en lugar de haber cumplido una misión habríamos vivido una aventura de la que no me gustaría que se perdiera ningún detalle. Contársela a Raziel significaría hacer una larga fila en un interminable corredor que desemboca en su espacio de trabajo que me llevaría una espera infinita. Llegado el momento de la entrevista, Raziel me invitaría a sentarme al frente suyo mientras prepara una serie de hojas en blanco, un tintero y una pluma. Sacudiría sus alas, arreglaría su larga cabellera blanca, se pondría cómodo y empezaría con esta pregunta:
- ¡Ah! Miguel, ¿y qué te trae por aquí?
Yo empezaría a relatar mi historia, pero al mismo tiempo Raziel se acordaría de cuando sobrevolaba la tierra, me quitaría la palabra de la boca y se iría por las ramas dejando a su imaginación divagar en el tiempo. Volvería de vez en cuando a la narración, que con una paciencia infinita trataría yo de hilar, intentando no perder detalle, para luego ausentarse una vez más reviviendo alguna de sus hazañas sobre el planeta; y así sucesivamente. La última vez que le conté una de nuestras misiones al sur de Egipto, para que quedara en los anales celestiales, tuve que hacerle 784 visitas y tardé más de 16 años en digerir sus historias con paciencia y tolerancia.
¿Dónde íbamos? ¡Ah! Estaba yo en mi espacio del Cuarto Cielo, del cual soy gobernador, arreglando una balanza. Tenía problemas con uno de los dos platillos, nada menos que con el que pesa las virtudes y todas las obras buenas que traen las almas consigo cuando su vida termina en la Tierra. Parece un trabajo sencillo este de ser Juez de Almas, pero es bastante complicado; que lo diga Azrael que también anda metido conmigo en esta empresa.
Azrael es uno de mis mejores amigos. Es uno de los ángeles más activos del Cielo porque va y viene sin parar por lo menos unas 364 veces al día. ¿Será por eso que el Creador lo ha provisto con 70.000 pies y 4.000 alas, además de tantos ojos y tantas lenguas como hombres hay sobre la Tierra? Es divertido, fanfarrón y un gran amigo. Es el encargado de anotar nombres en un enorme libro, y así como los escribe también los va borrando. Copia los nombres de todos los recién nacidos y borra los nombres de los que acaban de morir, y siempre se está quejando de la poca originalidad que tienen los mortales. Hace algún tiempo, ( y de puro aburrido que estaba), se dedicó a sacar un registro con todos los nombres iguales que había en ese momento en la Tierra. Según sus cálculos habían 13.045.820 personas con el nombre de Juan. Era divertido verlo corretear, pues en cuanto moría un Juan borraba su nombre del libro y restaba sus cifras.
-¡Oye Miguel, tan sólo quedan 13.045.819 juanes! -gritaba con entusiasmo- ¡Espera un poco! ¡No puede ser! Acaban de bautizar a 23 juanes más. ¡Qué poco originales que son! -decía moviendo la cabeza mientras hacía sus cuentas a la velocidad de un rayo.
Azrael, conocido también como el ángel de la muerte, es el que desciende a la Tierra con la lista de aquellos hombres que tiene que recoger ese día. Primero termina con la vida de los mortales acercándoles una manzana a las fosas nasales y después separa el alma del cuerpo con minuciosidad y perfección. Una vez en el Cielo, Azrael busca el registro de las buenas y malas acciones de cada una de las almas y extrae lo que durante años se ha ido acumulando en uno u otro archivo.
Es entonces cuando entro yo en acción pesando en mi balanza todas las obras de los mortales. Si el alma es aprobada por más virtudes que vicios, entoces es coronada con radiantes diademas, pero si no aprueba es echada fuera del Cielo. Allí espera hasta ser conducida a su castigo final.
Y fue en el juicio de esta mañana que tuve un percance, llamémosle un percance doméstico. Debo confesar que la balanza que utilizo desde hace ... ya no recuerdo cuánto tiempo, diremos que desde que el alma del primer mortal cruzó el umbral del Cielo, estaba ya un poco inclinada beneficiando al platillo de las virtudes. Y me pregunto yo, ¿quién no quiere dar una manito a estos incorregibles mortales? Cientos de ellos llegan con el abrigo de la prepotencia, del "¡Abran paso, aquí vengo yo!" y cuando están delante del Creador parecen unos corderitos en el matadero a punto de ser degollados. Es verdad que mi balanza ha abogado por ellos en muchas ocasiones y por supuesto que "El que lo sabe todo" estaba enterado del asunto, pero es que esta mañana este instrumento me ha dejado en ridículo. La trampa era ya demasiado grosera y tampoco se trataba de tapar el sol con una pluma.
El Creador miró la aguja que descansa en la cruz de la balanza, frunció el ceño y dijo:
-Miguel, se supone que esta es una balanza de precisión, ¿no es cierto?, cuya cruz tiene el punto de apoyo entre el de la potencia y el de la resistencia.
Y empezó a subir el tono de voz:
-Parece que la tuya ha estado fallando últimamente, pero precisamente hoy el error se inclina con demasiado beneficio para el cliente.
Paró el juicio y sin decir más desapareció. Azrael, que ya me había advertido que esto podía suceder, trataba de contener la risa agitando sus alas para que no se le viera el rostro "angelical" que tenía en aquel momento. Tan pronto Dios hubo desaparecido, lanzó la carcajada acusadora que me sumió en el más profundo de mis estados de ánimo: la inactividad angelical. En esos momentos decidía ya no ser un ángel y actuaba como un simple mortal; es decir, que no utilizaba ninguno de mis atributos celestiales. Trataba de solucionar mis problemas poniéndome, como vulgarmente se dice, "en los zapatos de un hombre" y confieso que la pasaba muy mal. Jamás entenderé cómo se le ocurrió a Dios crear a los hombres, unos seres tan limitados, débiles, sin fuerza de voluntad, que tienen que ingerir lo que ellos llaman "alimento" para poder vivir, que ni siquiera pueden volar y para colmo de males que además son mortales. Reconozco que en ellos hay algo que los hace interesantes, es su capacidad de elección. ¡En fin! Yo creo, y esta es una opinión muy personal, que desde el sexto día de la creación lo único que tiene Dios son colerones y dolores de cabeza.
De esa manera volví al Cuarto Cielo cargando sobre mis espaldas la inactividad angelical. Conseguí unas cuantas herramientas de aquellas que utilizan los mortales y me encerré en mi espacio para arreglar la balanza intentando que la palanca que forma la cruz quede perfectamente centrada. En esas andaba cuando escuché la aguda voz de Hadraniel. No sé si era mi estado de ánimo, el hecho de que la balanza seguía en las mismas condiciones que antes o las pocas ganas de encontrarme con Azrael y aguantar sus irónicas burlas, pero los decibeles de la voz de Hadraniel me parecieron insoportables. Tapé mis oídos con las alas para seguir trabajando, pero fue inútil. Cuando Hadraniel proclama los deseos del Señor su voz es capaz de penetrar a través de 200.000 firmamentos y a cada palabra que sale de su boca le acompañan 12.000 luces relampagueantes por si algún despistado no se ha enterado de que es Dios el que lo está llamando. Dada la imposibilidad de seguir con mi tarea dejé el martillo, los clavos y la balanza sobre la mesa de trabajo y me apresté a salir volando hacia el Gran Salón de Gloria, en el Séptimo Cielo, donde se realizan las reuniones de mucha importancia, sobre todo las más urgentes, y ésta parecía ser una de ellas.
Al salir de mi espacio, me encontré con el típico caos del caso. Las trompetas sonaban sin descanso y el tráfico angelical era inaguantable. Todos se dirigían al mismo lugar y por supuesto sin ningún control de velocidad, sobre todo algunos ángeles más jóvenes a quienes ni siquiera les importaba el roce con alas vecinas. Seguro que ni se habían enterado de lo caras que estaban las plumas y lo difícil que era conseguirlas. Podían al menos tener un poco más de consideración. ¡Claro, son otros tiempos!
En circunstancias caóticas como éstas, no es nada fácil llegar del Cuarto al Séptimo Cielo, aún teniendo un par de alas que supuestamente están excentas de toda gravedad (ley que les complica muchísimo a los humanos), dado que somos más de mil millares de ángeles volando sobre la misma ruta y a la misma hora. Aunque, sin duda, en peor situación están los que habitan el Primer Cielo. Ubicado entre las estrellas, es la residencia de los Angeles Custodios a quienes Dios les ha asignado, a cada uno, una estrella para que la protejan y de esa manera nunca deje de brillar.
Del Primero al Segundo Cielo, la distancia es de bastante consideración. En este espacio habita Jehudiel quien agiliza los movimientos de los planetas, del sol y de la luna. Cada uno de estos astros tiene su ángel tutor. Así, Anael cuida de Venus, Baraquiel de Júpiter, Uriel se hace cargo de Marte y Anachiel de Saturno; Rafael y Gabriel cuidan del sol y la luna respectivamente y un servidor es el que conduce a Mercurio. Por las mañanas, los tutores nos reunimos en el Segundo Cielo y les damos a estos planetas el impulso necesario para su giro elíptico; pero eso sí, es Jehudiel quien a lo largo del día controla las órbitas, el brillo del sol y el movimiento de la luna.
Jehudiel también gobierna sobre los fenómenos naturales. En los días más fríos, por ejemplo, es ayudado por otros ángeles para que el envío de tormentas sea de calidad. En esta labor es Baraquiel, sin duda, el más creativo; es un artista. Va dibujando con tinta blanca, sobre el oscuro firmamento, una variedad de líneas que le dan vida a los relámpagos. Inmediatamente después, Uriel se encarga del sonido de los truenos utilizando fuertes instrumentos de percusión y, finalmente, Baradiel se divierte lanzando con mucha fuerza desde las nubes la lluvia y el granizo.
En este cielo también vive Liwet, que es el ángel inventor. Tiene un laboratorio donde realiza arduas investigaciones para crear los instrumentos más increíbles. No hace mucho nos mostró un aparato capaz de crear nubes de color. Esta máquina, supuestamente, sustituiría el trabajo del ángel que da las pinceladas rosas del amanecer y las naranjas del atardecer. En rigor de verdad, debo decir que funcionó por un tiempo hasta que un día las nubes de la madrugada aparecieron moradas con motas amarillas y las del atardecer negras con rayas rojas. A Liwet no le quedó otro remedio que retirar su invento y dejar que el proceso de pintado de nubes siga de la manera tradicional.
A muy poca distancia del Segundo Cielo, está el Tercer Cielo. Allí se encuentra el Paraíso tan anhelado por los mortales, donde morarán sin sufrimientos por toda la eternidad. Está custodiado por Uriel, el Arcángel de la espada de fuego que flamea continuamente y que sólo se apagará cuando no quede alma sobre la tierra sin ser juzgada. En el Tercer Cielo también se hallan los inmensos silos destinados a guardar el "maná". Es el alimento de los ángeles que parece polvo de escarcha, (por supuesto que carece de proteínas, vitaminas y minerales, ingredientes que para los hombres son sinónimo de "buena salud"); es una concentración de glorificación y santificación al Creador. Cuanto más alabamos y llenamos de gloria al Señor, más engordamos los ángeles y la digestión se hace muchísimo más fácil.
Entre un cielo y otro, los desplazamientos se realizan a través de un sinnúmero de corredores que van desembocando en los diferentes espacios. En el Cuarto Cielo, por ejemplo, uno de esos corredores termina en lo que es mi espacio, mi habitat y mi lugar de trabajo. También habitán allí Zagzagel, el gran maestro de los ángeles que tiene el don de hablar 70 lenguas distintas, y Sandalphon que es el más alto de todos. ¡Con decir que sobrepasa a Hadraniel por una altura de 500 años de camino a pie! Sandalfón es, sin duda, un ángel "pop". Impone lo último de la moda en los siete cielos. De esa manera se hicieron famosos los calzados que usamos los ángeles y que por supuesto bautizamos con su nombre: las sandalias.
Llegando al Quinto Cielo nos encontramos con los "Dominios". Cada uno de ellos lleva sobre la cabeza una corona y domina desde un trono de luz que es siete veces más brillante que la luz del sol. Y en el Sexto Cielo reside el ángel guardián del Cielo y de la Tierra. Tiene la mitad del cuerpo helada, porque está hecha de nieve, y la otra mitad ardiendo en llamas.
A tiempo de llegar al corredor que desemboca en el Séptimo Cielo me encontré con Zadquiel, un amigo entrañable con quien habíamos librado un millar de batallas bajo las circunstancias más increíbles. A diferencia de Azrael, Zadquiel es serio, de poca conversación, frío y calculador. No en vano se lo conoce como la "Rectitud del Creador" y es sin duda el mejor capitán de los ejércitos celestiales.
Después de semejante barullo y de haber perdido varias plumas en el camino, habíamos llegado al lugar más tranquilo y sereno del firmamento. Allí se siente una paz infinita, se escucha el silencio y se huele a eternidad. Es en este nivel donde las nuevas almas esperan su turno para nacer y es aquí también donde reside el Creador; aunque, sabemos que El está en una y en todas partes a la vez. Los ángeles, como somos puro espíritu, también gozamos en algo de ese privilegio: podemos estar en dos lugares al mismo tiempo. Y cuando necesitamos viajar a la Tierra, a las estrellas, a otros planetas o a cualquier punto del universo, no importa cuán lejos éste se encuentre, tan sólo con pestañear estamos en el lugar deseado. Por supuesto, que en el Cielo estamos prohibidos de utilizar ese medio tan eficaz de viaje porque el efecto sería atroz. ¿Se imaginan a un millar de ángeles queriendo llegar en un abrir y cerrar de ojos al Gran Salón del Séptimo Cielo? ¡Ya veo el espectáculo que daríamos!...alas destrozadas, plumas tiradas por el piso, ángeles buscando las coronas que han perdido... en fin, gracias a Dios es un código de tránsito irrebatible, algo perjudicial en casos de emergencia como estos, pero creo que es muy acertado.
-Miguel, parece que ésta es una reunión de emergencia. ¿Te has dado cuenta que han sido convocados todos los ángeles? -me dijo Zadquiel casi en un susurro.
-Ya lo sé -le contesté bajito-. Presiento que algo malo ha sucedido. La última vez que hubo una reunión como éstas fue cuando ese tal Enrique VIII y luego...¿cómo se llamaba el que venía de visitar a sus padres y lo pescó una terrible tormenta de esas que manda Jehudiel? Era cerca de la villa de Stotternheim...
-Lutero -me contestó con seguridad Zadquiel.
-¡Ah sí! Ya lo recuerdo -le dije dándole unas palmadas en la espalda.- Son los fundadores del anglicanismo y el protestantismo. ¿Y te acuerdas de la discusión que provocaron estos dos mortales entre los ángeles? Pusieron tantas cosas en duda que creímos que también cuestionarían nuestra existencia. Fue en esa reunión que el Creador nos llamó severamente la atención. Dijo que los hombres podían elegir y tomar sus propias decisiones y que nosotros debíamos respetarlas; y nos advirtió que la historia de la humanidad debía seguir su curso con errores y aciertos estemos o no los ángeles de acuerdo.