NOVELA
Mateo y el paleontólogo italiano Santalucca quedan atrapado en un video juego ambientado en el cretácico superior cuando los dinosaurios dominaban la Tierra. Sus amigos, Piero, Sebastián y Rebeca intentan rescatarlos, pero para ello deben jugar el video juego a riesgo de sus vidas.
Este libro fue nominado entre las 40 mejores obras de literatura juvenil a nivel latinoamericano por el Banco del Libro de Venezuela (2007). Además fue incluido en la Lista de Honor del Ibby (Copenhagen, 2008)
Año de Publicación: 2006
Lugar de Publicación: La Paz
Editorial: Gisbert y Cia. S.A.
Colección: ---
Numero de Edición: Décima
Numero de Páginas: 306 Páginas
ISBN: 978-99974-878-9-6
Depósito Legal: 4-1-3627-16
Premios y Distinciones: Nominado para "Los Mejores" por el Banco del Libro de Venezuela (2007).
Inlcuido en la Lista de Honor IBBY (2008).
Incluido en la lista de "Los recomendados: Una década de Literatura Infantil y Juvenil boliviana (2000-2010) Academia Boliviana de LIJ, (2012).
Capítulo I
Lunes 8:00
(Del libro "Trapizonda: un video juego para leer)
Isabel Mesa
“A lo lejos, casi imperceptible, un punto luminoso de sorprendente brillo apareció en el cielo. Pronto, la imagen comenzó a crecer desmesuradamente, se estaba acercando de manera vertiginosa. Cruzó el espacio intempestivamente dejando una enorme estela tras de sí. Iba con una velocidad increíble hasta que se hizo más brillante que el sol. Los animales levantaron su cabeza en señal de alarma. Muy pronto, aquella descomunal bola de fuego estaba sobre sus cabezas y enseguida la Tierra estalló.
En los instantes siguientes al impacto, una explosión similar a la de una bomba nuclear destruyó todo en miles de kilómetros alrededor. El escenario parecía el de una película de ciencia ficción. Millones de toneladas de roca salieron disparadas hacia el infinito formando una sombra cónica. Una monstruosa ola caliente se estrelló contra la naturaleza elevándolo todo por los aires y secando uno a uno los árboles a su paso como si les succionara la vida. Los volcanes se activaron e hicieron erupción dejando correr su hirviente lava por sus mantos de greda. Fuertes terremotos sacudieron la tierra y las placas de los continentes chocaron entre sí.
A los tres o cuatro días, el intenso calor, combinado con los vientos que venían de todas partes, inició el fuego y las llamas comenzaron a extenderse de manera salvaje y espontánea asolando los campos e incendiándolo todo. La roca pulverizada y las cenizas que habían sido lanzadas hacia la estratosfera bloquearon la luz del sol y oscurecieron el cielo. Un frío intenso envolvió al planeta, que, incapaz de luchar contra los cambios catastróficos de clima, observaba impávido cómo las especies, una a una, eran barridas de la superficie de la Tierra con la seguridad de extinguirse sin ninguna compasión.
Fueron años de noche eterna, de oscuridad y muerte, hasta que el viento y la lluvia ácida dispersaron el velo de polvo que cubría los rayos del sol. El primer haz de luz reveló un paisaje desolador que apenas dejaba vislumbrar un soplo de vida. En el lugar donde la bola de fuego había terminado su viaje mortífero, un enorme círculo negro enmarcaba una profunda herida en la Tierra que recordaría por siempre el final de una era. Y, esparcidos por los cinco continentes, miles de cadáveres de gigantescas criaturas comenzaban a mimetizarse entre las capas de tierra dejando constancia de que hacía 65 millones de años los dinosaurios habían dominado el planeta”.
La profesora terminó la lectura y cerró el libro ante la mirada atónita de sus alumnos que, sin pestañear, tenían aun su imaginación en el cretácico superior formando parte de aquel escalofriante desenlace. Durante cuatro semanas habían estudiado a los dinosaurios con gran entusiasmo. Descubrieron el descomunal tamaño de algunos y la agilidad de otros, podían diferenciar a los herbívoros de los carnívoros, sabían que algunos volaban y que otros vivían en el agua, e incluso los identificaban por sus nombres científicos. De pronto, las ilustraciones y fotografías de los libros y del Internet, que parecían tan reales y cercanas, se desvanecieron. En su lugar aparecieron escenas horribles de la agonía que estos magníficos reptiles tuvieron que enfrentar después del choque del meteorito contra la Tierra.
– Con esto hemos terminado el estudio de los dinosaurios –dijo la maestra colocando el libro sobre su escritorio y volviendo a los niños al presente–. Me imagino que cada grupo ya ha pensado en su trabajo final y me ha dejado su tema por escrito con los nombres de los integrantes. Tienen siete días para entregarlo. Ahora pueden retirarse.
La señora Montaño, maestra de ciencias del colegio probablemente desde la era de los dinosaurios, se quedó en el escritorio leyendo uno a uno los trozos de papel que dejaban los estudiantes al pasar, soportando con indiferencia el estridente bullicio de los bancos y los gritos de los alumnos que dejaban el salón de clase. Uno de los papeles le llamó la atención y lo volvió a leer:
HUELLAS DE DINOSAURIOS
Rebeca, Sebastián y Mateo

 
 
 
 

– ¡Muy buen tema! –dijo la maestra justo cuando Sebastián y Rebeca salían por la puerta.
Ambos cruzaron una mirada de complicidad y se alejaron por el estrecho corredor cargando sus mochilas.
Sebastián era el más alto del curso. Flaco y algo desgarbado, con un par de anteojos y el pelo negro y rizado, era amigo de todos pero sobre todo de Rebeca a quien admiraba desde la primera vez que abrió la boca en clase. Su sueño, además de ser el jugador número 10 de la selección nacional de fútbol, era ser programador de computadoras y su materia favorita era informática, sin duda alguna. Rebeca, en cambio, era una niña de mediana estatura y pelo claro. No aparentaba los 11 años que tenía, pues cada vez que hablaba daba la impresión de que había desayunado una enciclopedia a la copa. Era la más estudiosa de la clase. Tenía metida entre ceja y ceja la idea de que ella sería una doctora especializada en genética; y con Sebastián la unía una estrecha amistad desde el día en que ella llegó al colegio en segundo de primaria y los sentaron en el mismo banco.
– ¿Por dónde comenzamos? –preguntó Sebastián mientras caminaban a casa.
– ¿Sabes por dónde? –respondió Rebeca de manera categórica–, por encontrar al irresponsable de Mateo que por cierto se llevó mi cuaderno de matemáticas sin decir “esta boca es mía”. ¡Que ni se le pase por la mente que vamos a trabajar tú y yo solos en este proyecto!
No acabó Rebeca de decir aquello, cuando una mano rápida y despistada dio un certero golpe en la cabeza de Sebastián. Era Mateo, un niño de muy baja estatura, cabello castaño y muy lacio, de cara redonda y sonrisa feliz. Todos lo reconocían por aquella famosa gorra que llevaba puesta al revés, tan descolorida y deshilachada que parecía que no se la había quitado desde el día que su madre lo trajo al mundo. Pero a Mateo no le importaba su apariencia, ni se hacía problema alguno en la vida porque ya tenía la vida resuelta. Él no quería ser nada cuando fuera grande. ¡Qué flojera estudiar, mucho menos trabajar! Le bastaba con poder ver televisión varias horas al día, ser un experto en video juegos y tener dos amigos como Sebas y Rebeca que siempre tenían las tareas al día.
– ¿Cómo es? –les dijo poniéndose al medio de sus dos amigos.
– Es, que me devuelves mi cuaderno de mate en este instante y que nos reunimos en casa de Sebas esta tarde a las tres para hacer el trabajo de las huellas –respondió Rebeca sin mirarlo.
– ¡Es un trabajo de poca importancia, Rebeca! –dijo Mateo haciéndose al relajado–. ¡Seguro que ya tienes estrés de sólo pensar en ese dichoso proyecto! Si es cosa de una hora.
– ¡Cómo se nota que nunca has hecho un proyecto completo en tu vida! –contestó molesta Rebeca.
– Escucha –insistió Mateo elevando el tono de voz–. Sebas busca en el Internet cualquier cosa que hable de huellas de dinosaurio, pone esa información en Word, tú lo arreglas un poco, lo imprimimos y listo. No necesitamos la semana entera para una cosa tan sencilla. ¡Ah! Eso sí –continuó Mateo señalando con su dedo índice casi sobre la nariz de Rebeca–, no se les ocurra entregarlo mañana, porque ahí sí que la profe se da cuenta.
– ¡Tú sí que tienes cara para darnos recomendaciones! –chillaba indignada Rebeca–. Será mejor que me devuelvas mi cuaderno y que no falles esta tarde.
– ¡No seas malévola! –replicó Mateo–. ¡Te hago un trato! Yo presto mis servicios al grupo esta tarde y tú me prestas tu cuaderno. Sólo copiaré los ejercicios que no pude hacer ayer. ¡Te prometo!
– ¿Tú me crees tonta? –gritó Rebeca parando su marcha en seco y poniéndose delante de Mateo–. Escuché cuando el Profesor te amenazó con un cero si no entregabas las cinco últimas tareas. No sólo vas a copiar los ejercicios, sino también las respuestas y por si fuera poco, si pudieras, copiarías también la práctica que nos pondrá la próxima semana.
– ¡Bueno, ya! –dijo apurado Mateo tratando de evitar la cantaleta de Rebeca–. Yo sé que eres una buena amiga. ¡Nos vemos esta tarde! –gritó cruzando la calle y desapareció sin más.
Sebas moría de risa de la simplicidad de Mateo y las ganas de masacrarlo que tenía Rebeca. Esa relación no había cambiado en años. Él hacía siempre de observador, consejero y conciliador en las broncas entre Mateo y Rebeca y, como un trabajo de grupo implicaba no una, sino infinidad de peleas, Sebas ya estaba resignado a una semana algo agitada.
– Una vez más te dejó con la palabra en la boca –dijo Sebastián con una mueca de resignación.
– ¿Por qué, Sebas? Tan sólo dime por qué Mateo está en nuestro grupo –protestó Rebeca.
– Está en nuestro grupo desde que se enteró que tú y yo somos buenos estudiantes y cínicamente te dijo que él había ganado dos premios en la Feria de Ciencias, mostrándote las medallas de sus primos. ¡Y tú, ingenua, te lo creíste! De todas maneras, no vas a negarme que es un buen tipo. No deja de ser simpático, divertido, un genio para los video juegos y, sobre todo, un buen amigo.
– ¡Buen tipo! –murmuró Rebeca–. Si él es un buen tipo, yo soy la madre Teresa de Calcuta.
Pasadas las tres y media de la tarde, el timbre sonó en casa de Sebastián mientras Rebeca y su compañero trabajaban en el escritorio. Sobre la mesa central estaban extendidas varias páginas bajadas del Internet con fotografías de huellas de dinosaurios de distintas partes del mundo, enciclopedias y libros abiertos de par en par, papeles de distintos colores, crayones, pegamento y tijeras, en un laberinto que solo sus autores entendían.
Sebastián pulsó una tecla para imprimir y fue a abrir la puerta. Era Mateo, tarde como de costumbre. Su voz chillona llegó a los oídos de Rebeca a través del pasillo:
– ¿Adivina qué, Sebas? Me ha llegado la prueba del último video juego que saldrá a la venta en unos meses. ¡Mira! Venía con esta carta –dijo Mateo entregándosela a Sebastián.
Estimado amigo:
Tu destreza en el manejo de video juegos ha llegado hasta mis circuitos cerebrales y, como programador de este juego, cuyo lanzamiento será en unos meses, me gustaría contar con tu vivencia personal en escenarios que jamás ser humano ha experimentado. Esperaré impaciente tus opiniones y sugerencias si al terminar de jugarlo te queda un soplo de vida. No dudes en escribirme a
mciber@xmail.com


– ¿Te imaginas? –continuó Mateo entusiasmado–. Seré el primero en jugarlo y el programador tomará en cuenta mis opiniones. ¡Estoy seguro de que nadie del cole lo conoce! ¡Toma! –insistió sacando una caja plástica de uno de los bolsillos de su mochila y encajándosela a los ojos de Sebastián.
– ¡Es increíble! –dijo Sebastián tomando la caja y leyendo en voz alta lo que estaba escrito: “TRAPIZONDA”–. ¡Qué nombre tan raro! ¿Y de qué se trata? –preguntó Sebas de lo más interesado en las explicaciones de Mateo.
– Al parecer…
– Al parecer –interrumpió Rebeca– de lo que se trata es de que avancemos en el trabajo y nos dejemos de video juegos. Las impresiones ya están listas –dijo mirando a Sebastián– y tú, Mateo, ahí tienes tijera y pegamento para que vayas armando la parte de las ilustraciones. En esta página pegas las huellas que se han encontrado en Europa, en esta otra las de Asia, aquí van las de América y así. Debajo de cada fotografía está su descripción y si no entiendes paras el trabajo y PREGUNTAS. ¿Entendido?
Ante las palabras de Rebeca, Mateo y Sebastián sabían que no tenían opción. O trabajaban bajo la dictadura de Rebeca o corrían el riesgo de que a su compañera le dé un berrinche, recoja sus cosas y decida hacer el trabajo ella sola obviando, por supuesto, el nombre de sus dos amigos en la carátula. Y eso sí que era grave, así que ambos decidieron continuar con el proyecto de los dinosaurios y dejar lo del video juego para más tarde.
Sin embargo, Mateo no estaba nada concentrado en lo que tenía que hacer. Comenzó a silbar distintas tonadas, se hacía el que cortaba una que otra lámina, ordenaba las cosas sobre la mesa; en realidad, no estaba haciendo nada productivo, ni siquiera había descolgado la mochila de sus hombros. Y, en cuanto vio que Rebeca y Sebastián tenían las caras metidas dentro de las páginas de Internet, tomó el video juego y partió de puntas al dormitorio de Sebas donde estaba la consola de video juegos, la última que había salido al mercado.
El padre de Sebas se la había traído en su último viaje y Mateo alucinaba con aquel maravilloso aparato. Tenía una cámara de fotos, dos controles espectaculares y un par de “headsets” inalámbricos para comunicarse con otros jugadores. Además, podía grabar videos, chatear con el mundo entero, jugar a través de la red, bajar información del Internet… en fin. Cuando Mateo estuvo delante de aquella consola, le parecía que estaba flotando entre nubes.
Allí se instaló cómodamente, metió el video juego y lo inició. En la pantalla del televisor salió el título “Trapizonda”. Mateo pulsó un botón del mando y la pantalla adquirió un color verde intenso. Luego fueron apareciendo, una a una, distintas opciones que el jugador escoge antes de comenzar. Mateo hizo rápidamente su selección: 

Comenzar nuevo juego
Cargar juego
Jugar en red
Opciones
Como Mateo había elegido crear un personaje, inmediatamente el juego le pidió llenar una ficha con sus datos personales: color de ojos, estatura, peso, color de piel, cabello y demás. Cuando terminó de describirse a sí mismo, la página se desvaneció, la pantalla se oscureció y se escuchó un clic de la cámara de fotos que Sebas había colocado en la parte superior del televisor. Unos segundos después, apareció en la pantalla un muñeco, con movimientos algo torpes y mecánicos, pero que era idéntico a Mateo. Incluso llevaba el short azul, la mochila sobre los hombros, ¡ah! y la vieja y ajada gorra. La imagen movía su brazo derecho saludando reiteradamente.
– Sebas, creo que es suficiente por hoy –dijo Rebeca con un gran bostezo–. Ya recolectamos bastante información. Mañana la ordenamos y clasificamos para ver lo que sirve y lo que no.
– ¡Bueno! –respondió Sebastián, estirando su cuerpo sobre el sillón que estaba delante de la computadora–. Podemos dejar todo como está y mañana seguimos. Además, me esperan para un partido de fútbol en la cancha del cole.
– Fútbol y fútbol –exclamó Rebeca–. ¿Es todo lo que esperas de la vida? ¿Patear la pelota como un desaforado de un arco a otro?
– Bueno, yo diría que es casi todo lo que espero de la vida. Sin embargo, existe la posibilidad de que en mis ratos libres estudie informática.
– ¡Es increíble! No es por nada, Sebas, pero creo que tienes los valores algo invertidos. Y tú, Mateo, ¿ya cortaste y clasificaste las láminas? –preguntó Rebeca guardando meticulosamente uno a uno los lápices dentro del estuche.
Como no hubo ninguna respuesta, Rebeca y Sebastián se dieron vuelta y se percataron de que Mateo no estaba en el cuarto. Rebeca se levantó de su silla, se acercó a la mesa y vio todas las láminas intactas, tal como hacía más de una hora se las había entregado a Mateo. La tijera estaba sobre las hojas y el pegamento aun tenía la tapa sellada. Rebeca cambió de cara y comenzó a ponerse colorada de rabia.
Los dos salieron rápidamente del escritorio y comenzaron a buscar a Mateo. Rebeca miró en la cocina, en el comedor, en el baño de visitas y la sala. Sebastián corrió a los dormitorios y al baño principal. Pero nada, no encontraron ni rastro de Mateo. De pronto, Sebastián vio en su dormitorio algo que llamó su atención y buscó a Rebeca.
– ¡Mira, Rebeca! Mateo estuvo aquí con su video juego. Y, para variar, dejó todo encendido.
Efectivamente, el desorden delató a Mateo. El televisor estaba encendido, el video juego había quedado en pausa, el control de juegos estaba tirado sobre la alfombra y la silla estaba al centro de la habitación, como si alguien se hubiese levantado de golpe y con mucha prisa.
– ¡Es que no lo puedo creer! –protestaba Rebeca–. Mateo es un irresponsable, un inconsciente, un cínico, un vago, un mañoso, un desconsiderado, un vividor y un…
– ¡Ya basta, Rebeca! Terminarás con todo el diccionario de adjetivos y no habremos resuelto nada. Pensemos dónde pudo haber ido.
– ¡Llamaré a su casa! –dijo Rebeca–. Es probable que el muy fresco esté ahí.
– No creo, Rebeca. Mateo puede dejar su mochila, sus cuadernos y hasta su billetera olvidados en alguna parte, pero dejar un video juego… eso no lo haría jamás. Él va a regresar en cualquier momento. No tengas las más mínima duda.
Y, mientras Rebeca marcaba en su celular, Sebastián acercó la silla al televisor, recogió el control de la alfombra y quitó la pausa al video juego. La pantalla mostraba un paisaje extraño. En primer plano se veía la orilla de un lago con una extensa masa de tierra rojiza de poca vegetación, algunos helechos y juncos muy altos. En uno de los extremos, una enorme cantidad de pinos formaban un bosquecillo. Varios roedores de movimientos robotizados corrían de un lado al otro de la pantalla subiendo y bajando por viejos troncos cercanos al lago.
– ¡No está! ¡En su casa no está! –gritó Rebeca furiosa.
– Guarda tu teléfono, Rebeca –dijo Sebastián con su voz entrecortada–, y acércate a la pantalla.
Rebeca se puso al lado de Sebastián. Observó por unos segundos la escena que mostraba el video juego y se quedó con la boca abierta.