TURQUESA Y EL SOL, LA

TURQUESA Y EL SOL, LA

NOVELA

La chiriguana Cusi llega al Cuzco como prisionera de los Incas. Es llevada al templo de las Vírgenes del Sol de donde escapa y vive una espectacular aventura junto al hijo del Inca, Paullu, quien le muestra la historia de los incas, sus costumbres y sus dioses.

Año de Publicación: 2003

Lugar de Publicación: La Paz

Editorial: Gisbert y Cia. S.A.

Colección: ---

Numero de Edición: Sexta

Numero de Páginas: 368

ISBN: 978-99974-917-5-6

Depósito Legal: 4-1-2069-17

Premios y Distinciones: Incluido en la lista de "300 libros iberoamericanos para niños y jóvenes recomendados por el Plan Nacional de Lectura". Ministerio de Educación de Argentina, (2011).
Incluido en la lista de "Los recomendados: Una década de Literatura Infantil y Juvenil boliviana (2000-2010) Academia Boliviana de LIJ, (2012).

Reseñas

Fragmento

CAPÍTULO II

La asamblea de los dioses

(Del libro "La Turquesa y el Sol")

Isabel Mesa

Era una de esas mañanas frías de invierno, de cielo azul y picos nevados, de brisa helada y sol ardiente. Las estrellas, como era su costumbre, iban y venían sin ton ni son, topándose unas con otras con prisa y afán, asegurándose la limpieza de cada uno de los recintos del templo. Algunas entraron al aposento de la Quilla, esposa y hermana del Sol, con una franela blanca en la mano. Y con una destreza única pulieron las planchas de plata que cubrían las paredes de suelo a techo, teniendo cuidado de no rayar la esbelta imagen de la luna grabada y pintada sobre el claro metal del panel principal. Un aire fresco, que olía a noche, invadía el lugar mientras la Luna trenzaba con habilidad su larga y negra cabellera mirando indiferente, con sus grandes ojos negros, el trabajo de sus criadas a través del brillante espejo.

Las que eran principiantes aprendían distintas labores en el aposento del lado que pertenecía a la Chasca. La Luna las quería cerca para que estuvieran alertas a su llamado en caso de cualquier diligencia. Chasca, la Estrella Matutina, era la elegida del Sol. Altiva y orgullosa, se trataba de una diosa joven y muy hermosa. Caminaba cerca de su Señor unas veces delante y otras detrás, moviendo sensualmente sus largos y crespos cabellos. Al igual que el aposento de la Luna, este cuarto tenía las paredes revestidas de plata, pero no estaba cubierto; así, cada noche, el oscuro firmamento, sembrado de miles de estrellas titilantes, ingresaba sigiloso irradiando la luz tenue de los astros.

Otro grupo de estrellas entró al siguiente recinto, al de los tres hermanos de la tempestad, el Trueno-Catuilla, el Relámpago-Chuquilla y el Rayo-Illapa. Era un aposento distinto a los demás; sobrio, muy ordenado, olía a humedad y, a diferencia de los anteriores, tenía las paredes revestidas con planchas de oro. Terminada la limpieza de la habitación de los tres hermanos, las estrellas pasaron al aposento de Cuycho, el Arco Iris. Este último era un dios también joven e inexperto, al igual que la Estrella Matutina; deidades secundarias
al fin y al cabo que aprendían su oficio día a día. Era fiel servidor del Sol y algo extraño, pues se desplazaba de un lugar a otro extendiendo su cuerpo de colores cual elástico y de esa manera ahorraba grandes tramos de camino. Era amigo de los dioses hermanos y colaboraba en las misiones que enviaba el Sol sobre su imperio. Su habitación, que no gozaba del mismo orden de la anterior, tenía a lo largo de dos paredes contiguas que las estrellas se esmeraban por pulir impecablemente, una pintura del mismo Cuycho que mostraba su enorme cola abierta como una paleta de colores.

Finalmente las estrellas especiales entraron al aposento del Sol que, opuesto al de la Luna, era claro, cálido y ardiente como el fuego. Tenía una altura mayor que los demás y las paredes estaban todas recubiertas con láminas de oro. Las estrellas corrieron hasta el fondo de la habitación donde se alzaba un majestuoso altar con la figura del Sol. Era tan grande esta imagen que ocupaba todo el espacio y estaba finamente tallada sobre una plancha dorada que tenía el doble de grosor que el revestimiento de las paredes. Y con unas plumas finísimas, las estrellas quitaron el polvo del enorme círculo donde el Sol se reflejaba cuando entraba en su habitación y de donde salían miles de rayos a su alrededor como si fueran llamas de fuego, cada uno trabajado artística y meticulosamente sobre el metal dorado.

Terminada la limpieza de los cinco aposentos de la Casa del Sol, llegó la noticia de una reunión que se llevaría a cabo en el salón principal esa misma tarde la cual había causado revuelo entre las deidades. Catuilla, Chuquilla e Illapa, secretarios incondicionales del Sol y dioses de la tempestad, se movían con ligereza de un cuarto a otro organizando el encuentro. Los tres hermanos, que eran absolutamente inseparables, caminaban por los pasillos con prestancia y seguridad cumpliendo su trabajo, como siempre, con mucha eficiencia. Mientras el Trueno recogía los informes para la reunión, el Relámpago daba las instrucciones a las estrellas para el arreglo del salón y el Rayo organizaba la agenda de su Señor; de esa manera ningún detalle quedaba sin ser atendido en el monumental templo.

A la hora prevista los dioses ingresaron al salón principal. En la parte posterior del recinto se acomodaron los tres hermanos de la tempestad, Catuilla, Chuquilla e Illapa. A la derecha del altar estaba la hermosa Luna con su larga trenza negra descansando en su regazo, un bellísimo traje blanco todo tejido en fina lana de alpaca y una huincha en la frente que destacaba aún más su hermosa tez morena. De pronto, apareció por el portón dorado la Estrella Matutina anunciando la llegada del Sol. Dio una vuelta alrededor del salón agitando su único orgullo, la larga y crespa cabellera, como si quisiera dar el visto bueno al aseo del lugar para el ingreso de su Señor. Luego se sentó a la izquierda del altar mayor.

Unos instantes después, innumerables destellos atravesaron el umbral del gran portón y éste se abrió de par en par mientras el Sol hacía su ingreso. Era el dios principal que los incas tenían presente durante el día. Sin duda alguna, los guerreros habían sido creados a su imagen y semejanza, pues tenía el cuerpo impregnado de la raza india de los Andes, piel morena, hombros y torso anchos, y las piernas cortas y fornidas capaces de sostener el peso de una montaña. La nariz era aguileña, los ojos negros y las orejas deformadas por los enormes aretes circulares de oro puro que se incrustaban en ellas. El uncu tejido en lana de vicuña que cubría completamente su pecho hacía resaltar aún más el inmenso pectoral de oro y turquesas que le daba la prestancia de la deidad que era. Una huincha dorada con piedras preciosas coronaba la frente de este gran señor de la que salían innumerables y poderosos rayos cuyo resplandor enceguecía la vista y al sólo roce destruían sin perdón .

El Arco Iris era el único que faltaba en el salón, pero no era de extrañarse. Tenía la pésima costumbre de calcular mal el tiempo y llegar tarde a todas las reuniones. Por lo general, se quedaba entretenido en los jardines y patios del templo donde los cinco aposentos desembocaban a través de doce puertas que, con excepción de la de la Luna y la de las estrellas que eran de plata, estaban todas revestidas con oro. Le encantaba jugar con las fuentes que decoraban los patios, entrando y saliendo por los caños de oro que recolectaban agua de distintos manantiales de la ciudad. Luego paseaba por los fantásticos jardines donde yerbas, flores y árboles de distintos tipos eran todos de plata, oro y piedras preciosas. También le gustaba corretear detrás de los animales dorados e incluso se arrastraba por el piso imitando a las culebras, lagartos, lagartijas y caracoles. Y cuando decidía que ya había terminado con la juerga, cogía algunos frutos del gran maizal, de las plantas de quinua y de los árboles frutales, y se dirigía donde inicialmente tenía que haber ido.

-Agradezco la presencia de todos a esta importante reunión –dijo el Sol acomodándose en su trono al centro del altar principal.
-Perdón –interrumpió Cuycho ingresando al salón con una manzana de oro macizo a medio comer entre sus manos-. ¿Estoy tarde?

La pregunta era obvia y nadie se dignó contestarla, entonces el Arco Iris, intentando ser lo más discreto posible, se sentó muy cerca de los tres hermanos extendiendo su cola sobre el piso del salón al igual que una fina alfombra de vivos colores.

-Hoy se definirá el destino de nuestro imperio –continuó el Sol-. En cualquier momento llegarán nuestros invitados y podremos comenzar.
-¿A quién se refiere? –preguntó Cuycho a uno de los tres hermanos.
-¿A quién más va a ser? –respondió Illapa displicente- ¿No sientes el suelo vibrar?
-¿Quieres decir que estamos esperando a Pachacamac? –dijo exaltado el Arco Iris.
-Al mismo -respondió el dios del Rayo-, y por la intensidad de las vibraciones diría que no tarda más de tres minutos en llegar.

De pronto, el temblor de la tierra que en un principio era un leve remezón se fue intensificando poco a poco hasta convertirse en un estrepitoso estruendo que terminó cuando el poderoso dios hacía su ingreso por el portón principal. Como no podía ser de otra manera primero entró Rimac, su enigmático consejero. Se trataba de un indígena algo deforme. No medía más que un costal de maíz y llevaba a cuestas una enorme joroba sobre la espalda que le permitía apenas divisar el horizonte. Su semblante era el de un milenario anciano con la piel arrugada y reseca como la de una tortuga. Tenía los ojos tan oscuros y tan hundidos que parecían dos cuencos vacíos, fríos y sin alma. Siempre vestido de negro, lúgubre y con aire de pesimismo, Rimac era criado de Pachacamac y trabajaba anunciando el oráculo a los incas. Esperaba en uno de los cuartos de su templo a la gente del pueblo y a todo lo que le preguntaban respondía ágilmente con los designios trazados para cada uno. Ese oficio le dio el curioso nombre de “el Hablador”.

Inmediatamente detrás del viejo encorvado apareció la imponente silueta del dios más importante y temido del imperio, Pachacamac. Había abandonado su templo de la costa, edificado en lo más alto de un pequeño cerro de adobe hecho todo a mano. Era un edificio con muchas puertas y las paredes decoradas con animales salvajes, osos, tigres, leones y muchos peces y pájaros de mar. A los pies del mismo llegaba ese singular olor marino, el monótono pegar de las olas sobre la playa y la brisa impregnada de fina arena blanca. Allí tenía el dios su oráculo y recibía a los incas de gran prestigio para dar respuesta a sus preguntas. Se oponía a lidiar con la gente del pueblo, para eso estaba el Hablador, para responder a la muchedumbre ya que el dios no podía perder el tiempo en “chismes de cocina”, como él mismo decía.

Pachacamac tenía más bien la piel tostada, propia de los que viven a orillas del mar; era alto y robusto, vestía con finos textiles de algodón y llevaba sandalias. De sus gruesas pantorrillas salían dos extrañas serpientes que iban enroscándose en ambas extremidades hasta perderse a la altura de la cintura y, a diferencia de todos los demás dioses, éste poseía dos rostros, el de hombre que estaba de frente y el de mujer que iba en sus espaldas. Remataba su enorme cabeza un tocado con un gran sapo verde que apenas sujetaba sus extremidades para no caer al vacío cuando el dios hacía temblar la tierra.

-Me mandaste llamar y aquí estoy –dijo Pachacamac al entrar al salón dorado.
-Debemos discutir un asunto muy serio, Pachacamac –respondió el Sol.
-¿De qué se trata? –preguntó el dios que hace temblar la tierra.
-Catuilla, haz el favor de leer el último informe que hemos recibido sobre el imperio –ordenó la deidad dorada.

El dios del Trueno se levantó de su asiento y, sosteniendo una serie de pitas de varios colores y anudadas entre sí alrededor de sus dedos, que los indígenas llamaban quipus, comenzó su lectura:

-Para el dios Sol de parte de las deidades de adivinación concentradas en la  misma ciudad del Cuzco –Catuilla hizo una pausa y luego continuó-. Se da a conocer a todos nuestros dioses principales que hace dos o tres lunas hemos visto con mucha preocupación al pájaro Sacaca que atravesaba el firmamento en una exhalación, símbolo de presagio y augurio, de mal agüero y premonición. Y hace dos lunas ha vuelto y se ha posado sobre el techo de uno de nuestros templos extendiendo sus plumas de diversos colores. Con voz potente, que estremecía todos los corazones de los mortales que por allí pasaban, dijo que pronto se acabarán nuestros ritos y ceremonias y que comenzará otra forma de vida. Luego salió volando hasta que se perdió de vista. Es todo cuanto nos toca informar.
-Pero no ha sido solamente el pájaro Sacaca el que mostró el mal presagio –interrumpió el Sol arreglando uno de los rayos de su huincha-. Catuilla, lee el informe siguiente.

Catuilla dejó el quipu que tenía en la mano y tomó otro de distinto color para continuar con la lectura.

-Para el dios Sol de parte de los hechiceros reales concentrados en las tierras del Collasuyo –Catuilla hizo nuevamente la pausa de rigor y continuó-. Hace dos lunas que una de nuestras mujeres ha dado a luz a dos criaturas de lo más extrañas, la una era blanca como la nieve y la otra tan morena como las plumas del cóndor. Consultados los ídolos, la junta de hechiceros ha determinado que el niño blanco es vaticinio de que gente nueva llegará a estas tierras. El niño negro es augurio de que estos hombres deberán ser respetados y temidos por nuestra gente. Es cuanto nos concierne informar a su divinidad.

Catuilla cambió una vez más de pitas y se apresuró a relatar lo siguiente:

-Para el dios Sol de parte de las deidades veteranas, jubiladas, retiradas y concentradas en las inmediaciones de Cajamarca del Chinchasuyo -Catuilla carraspeó y luego prosiguió con la lectura-. Hace aproximadamente tres lunas, vimos venir por el aire un águila real perseguida por cinco halcones que caían con fuerza sobre ella sin permitirle volar, más bien trataban de matarla a picotazos. No pudiendo defenderse, el águila se dejó caer en medio de la cancha del Cuzco. Los indígenas la vieron herida y enferma y casi pelada de las plumas menores. Le dieron de comer y trataron de darle calor pero murió sin remedio. Así como el águila, creemos los viejos sabios de la vida, que este imperio perecerá a merced de los extraños que aún no conocemos. Es lo que podemos testificar al respecto.

Un profundo silencio invadió el salón principal y las deidades quedaron pensativas. De pronto se sintió una especie de viento helado que recorría la habitación de un extremo a otro. Era el fantasma Viracocha que no necesitaba ni puertas ni ventanas por donde entrar. Le bastaba una rendija o un pequeño orificio para presentarse en cualquier lugar.

-Excuso mi tardanza, Sol, -dijo Viracocha haciendo visible su imagen y acomodándose en la silla que estaba justo al lado de la Quilla.

Viracocha era uno de los dioses más importantes junto con Pachacamac y el mismo Sol. Le decían el fantasma por su habilidad de materializarse convirtiéndose en uno más de los incas, el que quisiera, ya sea hombre o mujer. Era el mejor consejero de los reyes y un gran sabio. No tenía cuerpo, sino simplemente era una humareda blanca con el rostro de la deidad anciana que representaba.

-Como verán, -continuó el Sol con mucha seriedad- se trata de tres informes distintos, emitidos por deidades distintas y en lugares totalmente diferentes que coinciden porque han sucedido en la misma Luna...
-...¿Informes? Podrían haber sido erróneos, porque mi oráculo no ha sido consultado. Yo soy el único oráculo oficial de este imperio –interrumpió a gritos Pachacamac. Vamos Rimac. Diles a estos dioses ignorantes lo que el verdadero oráculo predice para este gran imperio.

El Hablador se acercó arrastrando sus pies hasta donde estaba sentado Pachacamac y susurró algo a su oído.

-¿Pero qué dices? ¿Cómo pueden estar correctos esos informes? ¿No te das cuenta acaso que este imperio en unos cuantos años más dominará toda esta tierra? Los incas no serán ni como los estúpidos griegos, que cayeron arrollados por los romanos,  ni como los retrogradas de los romanos que no fueron capaces de hacer prevalecer su dominio. Este imperio, mi querido Sol, no morirá jamás.
-Pachacamac, deja de hacerte ilusiones –intervino la Luna con su voz suave y tranquila tratando de calmar al desaforado dios-. Antes de hacerte venir hasta aquí el Sol ha consultado con todas las deidades que protegen a nuestro pueblo, y yo también he tenido el mismo presentimiento que los adivinos.
 -Quilla tiene razón, Pachacamac, y no hay nada que hacer –dijo el Sol acercándose a su esposa-. Pronto este imperio llegará a su fin, ¿no te das cuenta?
-Escúchame Pachacamac, -insistió la Luna- Anoche estaba yo en mi paseo nocturno por el cielo. Era una noche clara y serena hasta que escuché el grito de todas las estrellas que titilaban a mi alrededor. Yo no entendía lo que pasaba, –decía la Luna acomodando su huincha con sus heladas manos- pero una de mis criadas me dijo tartamudeando “Quilla, tienes tres círculos horribles a tu alrededor. ¡Uno es de pura sangre!”, “y el otro es negro”, me dijo otra de mis servidoras, “y el tercero está hecho totalmente de humo”, gimió una tercera. Como comprenderás, dejé el firmamento aterrada –continuó la Luna- y vine al templo a contárselo al Sol y...
-...y fue por eso que consulté con los adivinos nuevamente, -afirmó el Sol muy serio- y ellos mismos me dijeron que el aro de sangre significa guerra entre nuestros hijos y mucho derramamiento de sangre. El segundo cerco negro augura que nuestras creencias y nuestro imperio serán destruidos y tomados por gente extraña que pronto llegará a estas tierras y que luego todo se convertirá en humo, en una nada total, tal como lo predice el tercer anillo alrededor de la Luna.
-El mismo Inca Guayna Capac –prosiguió la Quilla- salió de su palacio y al verme así, rodeada por los tres aros, sintió en su noble corazón que algo malo iba a sucederle a su querido pueblo quechua.

En uno de los costados del salón los tres hermanos, el Arco Iris y la Estrella Matutina escuchaban atónitos el diálogo entre los dioses principales. Estaban sorprendidos ante los acontecimientos y la lectura de los informes.