Carlos Azurduy es un buen amigo que conocí gracias a mis primos, el recordado Chaza y El Papirri, que vivían y crecieron en el Pasaje Jáuregui, de Sopocachi, en La Paz. Carlos es bastante menor que yo, pero todavía me encandila ese grado de conciencia social que tenían en esa rueda de amigos que, al calor de la política, adoptó el nombre de Grupo Tolata. Los fundadores visibles eran Germán Monroy, el Chaza, Ismael Montes y el Chino Ferreira, pero allí coincidían muchos jóvenes que luego fundaron la carrera de Ciencias Políticas, en San Andrés, y tuvieron una actitud decidida y clara frente a la dictadura de Banzer.
Carlos Azurduy llegó a ser representante del Grupo Tolata y entonces lo reconocí como codirector estudiantil de Televisión Universitaria, Canal 13, un hito en su carrera profesional porque lo inclinó al periodismo televisivo y escrito.
A él le debo la edición de mi novela Iskay, en coautoría con Ariel Gamboa y acaba de presentar un libro que titula El abrigo de Matilde y otros cuentos en tiempos de dictadura (Ed. La Hoguera, 2011).
No sé si corresponden al concepto literario usual de este género tan difícil, pero yo diría que se acercan, más bien, a un género que cada vez aprecio más: la crónica, que es de esencia periodística. Carlos, como muchos otros bolivianos, ha conocido a gente valiosa y heroica que murió en manos de los esbirros de la dictadura; él también arriesgó el pellejo durante muchos años y pudo haber muerto del mismo modo, pero si está vivo y goza de buena salud, seguramente es porque la historia quería que Carlos viviera para contarlo.
Si Luis Espinal, Marcelo Quiroga Santa Cruz, los muchachos de Teoponte o los compañeros asesinados en la calle Harrington pudieran hoy hablar, quizá dirían: Sólo somos recuerdos, y estamos a punto de ser olvidados. Pero ahí está Carlos Azurduy y otros cronistas, para revivir la memoria de esos héroes y volver a darles vida para que los conozcan los jóvenes de hoy.
El cuadro que pinta en el cuento “Lucho a quemarropa” muestra a Luis Espinal, maestro de Carlos en el Colegio San Calixto, pero sobre todo amigo y guía espiritual. “Otra vez Marcelo” juega con uno de los seudónimos de Marcelo Quiroga (Marzo) para contar una historia repetida hasta el horror: la Operación Cóndor y las redes de “cooperación” entre los torturadores bolivianos y argentinos. “El abrigo de Matilde” cuenta la responsabilidad temprana de una niña, que debe llevar los ahorros de su padre exiliado y entregárselos en Chile.
La rememoración de Picasso, nuestro pintor de combate cuyo nombre de pila era Jorge Sanjinés, revive un episodio que se ha vuelto legendario, pues Carlos lo escenifica en México mientras otros lo recuerdan en Portugal, cuando el inefable pintor salió por primera vez al exilio, durante la dictadura de Banzer, y se tropezó en Lisboa con la revolución de los claveles rojos. “Tengo nueve meses y soy altamente peligrosa” es, para nuestro pesar, la historia que vivimos cientos, miles de exiliados, como le ocurrió a mi pequeña hija Raquelita cuando le estamparon un sello rojo en el pasaporte boliviano que decía: “Expulsada por extremista”. “Achocalla está tan cerca de La Paz” cuenta la ominosa historia de ese campo de concentración ubicado en el valle ameno del mismo nombre, donde uno suele pasar hoy momentos felices sin sospechar que hace 40 años (¡cómo pasa el tiempo!) era un centro de tortura y de peregrinación de familiares y deudos de visita a los presos políticos.
Esos temas serían recuerdos a punto de ser olvidados si no hubiera almas nobles como la de Carlos Azurduy, que los rescatan para ofrecerlos como lectura juvenil. Hoy es fácil llenarse la boca con la palabra democracia, usar y abusar de ella, sin imaginarse siquiera cuánto de luto y lágrimas costó el clima de convivencia democrática que hoy gozamos en Bolivia.
El autor es cronista de Cochabamba – Ramón Rocha Monroy
Autor: Ramón Rocha Monroy
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